6 de abril de 2026
V Domingo de Cuaresma, año C
Jn, 8, 1-11
También hoy, para intentar comprender el pasaje evangélico de este domingo (Jn 8,1-11), partimos de un pequeño detalle.
Estamos en el templo, adonde Jesús ha llegado desde el Monte de los Olivos; sentado enseña a la gente que se reúne a su alrededor (Jn 8,1-2). Mientras está enseñando, los escribas y fariseos le traen a una mujer adúltera, y le piden que dicte sentencia contra ella. Pero Jesús permanece en silencio y escribe con el dedo en el suelo (Jn 8,6). Y como ellos insisten, Jesús pronuncia las famosas palabras «El que esté libre de pecado entre vosotros, que le tire la primera piedra» (Jn 8,7), después se inclina de nuevo y vuelve a escribir en el suelo (Jn 8,8).
Esto último es un detalle extraño: Jesús se inclina nuevamente y escribe por segunda vez. Ya es extraño que lo haga una primera vez. Es aún más extraño que el evangelista Juan subraye que también lo hace por segunda vez.
La misma Escritura puede ayudarnos a comprender esta indicación aparentemente extraña del evangelista.
Al final del capítulo 31 del libro del Éxodo leemos que Dios, después de haber hablado largamente con Moisés sobre todas las leyes que había dado a Israel, «le dio las dos tablas del testimonio, tablas de piedra, escritas con el dedo de Dios» (Ex 31,18).
Encontramos aquí una primera referencia: también en el versículo 6 del pasaje de hoy dice que Jesús escribe en el suelo con el dedo.
Pero, como decíamos, lo extraño es que este gesto se repita dos veces. Incluso las Tablas de la Ley tuvieron que ser escritas dos veces.
Las primeras, en efecto, fueron destruidas por Moisés como símbolo del pecado de infidelidad e idolatría del pueblo: la alianza, apenas estipulada, había sido inmediatamente rota (Ex 32).
Pero Dios no lo ha destruido todo, como había pensado hacer en un principio, y en el capítulo 34 del Éxodo entrega a Moisés otras dos tablas de la alianza, tablas que Dios había escrito de nuevo (Ex 34,1.28).
Ciertamente, los que habían llevado a la mujer a Jesús, invocando sobre ella una sentencia de muerte, no podían dejar de entender la alusión. Jesús escribe dos veces, porque esto es lo que Dios hace con su pueblo, y con todo hombre. Él siempre da una segunda oportunidad. La ofrece a todos, porque todos la necesitamos.
Incluso los escribas y fariseos que le ven escribir la necesitan, porque ellos también pertenecen a un pueblo de pecadores, de adúlteros, un pueblo que necesitaba una segunda oportunidad.
Jesús, sin embargo, no se limita a desplazar el foco del pecado de la mujer al pecado de todos: no niega el pecado de la mujer, como Moisés no negó ante Dios el pecado de su pueblo, ni lo minimiza. Jesús no disminuye su responsabilidad, pero tampoco la aplasta bajo el peso de su culpa.
En primer lugar, Jesús le habla ("Entonces Jesús se levantó y le dijo: «Mujer, ¿dónde están?» - Jn 8,10): la violencia de sus acusadores le había quitado la capacidad de hablar, Jesús se la devuelve, le devuelve su dignidad.
Luego la devuelve a sí misma y a su propia responsabilidad: no es él quien juzga a la mujer (Jesús le dice: «Tampoco yo te condeno» - Jn 8,11), porque Él no ha venido a condenar («No he venido a condenar al mundo, sino a salvar al mundo» - Jn 12,47). Más bien, es el que comete el mal el que, en última instancia, se condena a sí mismo.
Finalmente, la devuelve al camino, la libera de la necesidad de permanecer en su propio pecado, de repetir su error («Vete y desde ahora no peques más» - Jn 8,11).
Jesús le ofrece, pues, una segunda oportunidad.
Pero no se la ofrece sólo a ella! Incluso los fariseos y los ancianos pueden iniciar un nuevo camino a partir de ahí: también ellos se ponen en camino («Se fueron uno por uno, empezando por los ancianos» - Jn 8,9)
Quien experimenta la misericordia de Dios puede, si lo desea, volver a empezar, puede nacer de nuevo, puede ponerse en camino.
+Pierbattista
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino