3 de marzo de 2024
III Domingo de Cuaresma, año B
Juan 2, 13-25
El domingo pasado subimos al monte Tabor, donde Jesús reveló su rostro de Hijo amado (Mc 9,2-10). Hemos visto que junto a Él, además de los discípulos Pedro, Santiago y Juan, aparecieron Moisés y Elías: dos profetas que, durante su vida, también participaron en una epifanía, en una transfiguración. Subieron a un monte, donde Dios se hizo presente, pero nunca lo vieron cara a cara, sino solo por detrás, después de que el Señor hubiera pasado.
En el monte Tabor, sin embargo, Dios revela definitivamente su propio rostro, y lo hace en Jesús. En su historia, y especialmente en su Pascua, Dios se da a conocer.
Hoy este proceso de desvelo, de revelación, da un paso más.
Estamos al comienzo del Evangelio de Juan (Jn 2,13-25), donde encontramos un episodio que los sinópticos sitúan al final de su relato, inmediatamente después de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.
El episodio es el de la llamada purificación del templo.
Jesús entra en el templo y ve todo lo que gira en torno a la economía del templo: personas que venden los animales necesarios para los sacrificios, los propios animales, los cambistas.
Y, ante esta escena, Jesús hace un gesto profético: les envía a todos fuera, tira el dinero al suelo, derriba los puestos de los cambistas y pide con fuerza que no se convierta la casa de su Padre en un mercado (Jn 2,15-16).
Para entender este pasaje, comencemos con una palabra en el versículo 15. Aquí leemos que Jesús tira el dinero al suelo y vuelca los bancos.
Jesús vuelca, pone patas arriba, lo trastoca.
Pone patas arriba los puestos de los cambistas, pero sobre todo trastoca una imagen de Dios y una forma de creer.
Cada uno de los cuatro evangelistas coloca al comienzo de su relato un gesto o una palabra que habla de esta reversión.
En Mateo es el Sermón de la Montaña, y las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12) de modo particular.
Bienaventurados los pobres, los que lloran, los mansos, los que esperan justicia, los perseguidos...: la lógica del mundo está precisamente al revés, porque Dios mira la realidad desde otra perspectiva. La vida no se mide por el éxito y la posesión, sino sobre la base de la benevolencia de Dios Padre, de su compasión por todo aquel que espera su salvación y se encomienda a Él.
Marcos, como hemos visto, sitúa este cambio en las primeras palabras pronunciadas por Jesús (Mc 1,15), donde anuncia que el Reino de Dios se acerca y, por tanto, ha llegado el tiempo de la conversión para todos.
No dice que primero hay que convertirse para que el Señor se acerque, sino todo lo contrario: al principio está la obra gratuita de Dios, que salva, y de aquí viene la posibilidad de una vida nueva para todos. No es un esfuerzo, una lucha, sino una posibilidad, para todos.
En Lucas, todo esto es aún más explícito, y es evidente en María. No solo por las formas en que Dios se hace presente en su vida, - no en el templo, sino en el hogar; no en Jerusalén, sino en Nazaret...-, sino también porque ella misma habla de ello, explícitamente, en su Magnificat: "... derribó de trono a los poderosos, enalteció a los humildes» (Lc 1,52). María es la mujer de la reversión.
Al comenzar el episodio de Jesús en el templo, Juan quiere decirnos esto.
Quiere decirnos que ha llegado el momento de una nueva relación con el Padre, de la que hablará a la mujer de Samaria unos capítulos más adelante (Jn 4): ya no sólo en Jerusalén, ya no con sacrificios, sino con la humilde disponibilidad a acoger el don de Dios, su Espíritu, su misericordia.
La relación con Dios se ha invertido: ya no es el hombre el que se ve en la necesidad de hacer sacrificios para obtener la benevolencia de Dios, sino todo lo contrario. Es Dios mismo quien se ofrece por nosotros, quien derrama su sangre, quien da su vida por amor a cada ser humano.
Y así como el domingo pasado se invitó a los tres discípulos a no contar a nadie lo que habían visto en la montaña (Lc 9,9), también hoy vuelve este elemento: los discípulos no entienden las palabras con las que Jesús explica el gesto que hizo. Pero los recordarán más tarde, después de la resurrección, cuando se manifieste que el Cuerpo del Resucitado se habrá convertido para todos en el lugar del encuentro con el Padre y con su salvación.
+Pierbattista