9 de junio de 2024
X Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Marcos 3, 20-35
El pasaje evangélico de hoy (Mc 3,20-35) nos confronta con una realidad muy evidente: la figura de Jesús, sus gestos y sus palabras, crean desconcierto entre quienes lo encuentran.
Estamos todavía relativamente al comienzo de la narración evangélica: Marcos relató un día típico de Jesús, ambientado en Cafarnaúm; luego la curación de un paralítico y de un hombre con una mano paralizada, la llamada de Leví y los demás discípulos; a menudo todo esto se hacía en sábado, no casualmente, sino casi deliberadamente, de modo que poco a poco se hizo evidente una cierta novedad en el modo en que Jesús interpretaba la Ley dada por Dios.
Y hoy, inmediatamente, vemos el comienzo de algo que crecerá durante el camino del Evangelio, es decir, una cierta consternación por parte de muchos ante esta pretensión de Jesús de colocarse de un modo nuevo y original en la vida y en su relación con Dios.
Lo interesante es que se trata de dos tipos de personas muy diferentes: de hecho, encontramos a los familiares de Jesús, que regresan al principio y al final del pasaje (Mc 3,21.31), y a un grupo de escribas, que bajaron de Jerusalén (Mc 3,22).
Lo que estos dos grupos tienen en común es que pretenden saber quién es Jesús.
Los familiares dicen que Jesús está "fuera de sí" (Mc 3,21). ¿Por qué llegan a esta conclusión?
Marcos simplemente dice que Jesús se había convertido en una persona muy conocida: la fama de sus milagros se había extendido, así que donde Él se detenía, allí se reunía una gran multitud. Y añade
una nota interesante: la multitud que se reunió era tan grande que Jesús y sus discípulos «ni siquiera podían comer» (Mc 3,20).
En este punto, sus padres deciden ir a buscarlo.
El otro grupo son los escribas, que bajaron de Jerusalén.
Ellos también ven la misma escena, y llegan a la conclusión de que Jesús está poseído por Belzebú, el líder de los demonios. Reconocen un poder fuera de lo común, pero no lo atribuyen a un deseo de bien, sino al deseo del mal (Mc 3,22).
¿Qué tienen en común estos dos grupos de personas?
Me parece que ambos tienen sus propias opiniones sobre Jesús, sin que nazcan de una relación con Él. Tienen una respuesta sobre Él sin haberle hecho ninguna pregunta, sin haber entablado un diálogo. Se limitan a lo que ya saben, algunos por sus lazos familiares, otros por su conocimiento de las Escrituras.
El conocimiento de Jesús, en cambio, no puede darse fuera de una relación y de un diálogo: es una amistad, no una opinión entre muchas.
Y esto es exactamente lo que Jesús trata de hacer con los escribas: los llama y habla con ellos (Mc 3,23), porque para Él no hay otro modo de conocerse que el basado en la palabra, que revela el corazón.
Y hablando con ellos, Jesús cuenta una parábola particular, la del reino dividido contra sí mismo (Mc 3,23-27): una parábola que sirve para dar a sus interlocutores otro punto de vista, una clave para comprender la obra del Señor.
Para hacer también este pasaje, entramos en esta parábola a través de dos puertas, ambas referidas al verbo "atar" (Mc 3,27).
En la primera de ellas, en el capítulo 13 del Evangelio de Lucas, Jesús, refiriéndose a la curación de la mujer enferma, frente a la objeción habitual de que había tenido lugar en sábado, responde con una pregunta retórica, preguntando si la mujer, a la que Satanás había
mantenido cautiva durante dieciocho años, no debía ser liberada de este vínculo en sábado (Lc 13,16).
La segunda puerta nos llega del libro del Apocalipsis (Ap 20,1-3), donde vemos que el dragón, la serpiente antigua, es capturado por el ángel y finalmente atado con una gran cadena, porque ya no seduce a los hombres, por lo que ya no los ata a sí mismo.
Así descubrimos que Satanás mismo es el "hombre fuerte" que mantiene prisionero al hombre, atándolo consigo mismo en un vínculo que no es para el original del hombre, el que lo hace vivir; y descubrimos que Jesús es el hombre más fuerte (Mc 1,7) que viene a atar a Satanás, para que la humanidad se libere de este vínculo.
Se trata, por tanto, de saber reconocer el bien que llega a nuestra vida de la presencia del Señor, siempre.
Abrirse a esta mirada significa también abrirse al perdón del Señor, un perdón con el que Él quiere alcanzar a todos (Mc 3,28), excepto a los que se excluyen, a los que permanecen fuera (Mc 3,32).
A quien entra en relación con el Señor, en cambio, se le abre una posibilidad relacional infinita y muy rica, donde estamos para el Señor, así como los unos para los otros, hermanos, hermanas y madres (Mc 3,35).
+Pierbattista