10 de noviembre de 2024
XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Mc 12, 38-44
Hace dos domingos vimos que el último milagro de Jesús antes de entrar en Jerusalén y vivir la Pasión es el de curar a un ciego, Bartimeo (Mc 10,46-52).
Y esto es porque el discípulo es el que ve: ve la acción de Dios que actúa en la historia y la reconoce por su estilo único e inconfundible, que es el estilo de la Pascua.
Pensemos en los discípulos de Emaús: ven a un peregrino que camina con ellos, pero lo reconocen cuando lo ven partir el pan (Lc 24,31.35), porque ese gesto habla de Dios, habla de su modo de vivir y de amar. El discípulo es el que aprende a ver, a mirar la vida a través de las lentes de la Pascua.
El Evangelio de hoy (Mc 12,38-44) gira en torno al tema de ver y mirar.
Jesús está en el templo con sus discípulos.
Lo que ve le da la oportunidad de ofrecer a sus discípulos una lección: hay que tener cuidado con una categoría de personas, los escribas, los sabios, no porque hagan algo especialmente malo o censurable.
Simplemente, no son personas que miraran, sino más bien a las que hay que mirar (Mc 12,40).
No miran al Señor, ni ayudan a mirarlo, sino que todo lo que hacen lo hacen sólo por eso, para ser mirados.
Por eso desean y buscan lo que más les hace destacar: tienen hambre de ser vistos.
Al hacer esto, los escribas ocupan el espacio que sería del Señor, el espacio en el que mirarle: se ponen en su lugar.
Todavía no se han encontrado con un Dios que los ve, todavía no se han encontrado con la mirada de Dios que los mira con amor (Mc 10,21): es esta mirada la que alimenta el hambre profunda de vida que llevamos dentro.
Si no encontramos esta mirada, nos contentamos con ser vistos por los hombres. Si no dejamos que Dios sea el único testigo de la obra de nuestra vida, buscamos constantemente otros testigos.
Pero, entonces, Jesús ve que también hay algo más.
Está sentado ante el tesoro del templo, ve a una viuda que echa dos monedas en el tesoro, y está seguro de que esta mujer ha echado más que todos los demás, más que los que habían echado tantas monedas en el tesoro (Mc 12,42-44).
Jesús ve que esta mujer lo da todo (Mc 12,44).
No mide el valor de la ofrenda, sino el valor del corazón que da.
Y esta viuda ofrece lo que para ella es más valioso: no lo desechado, no lo superfluo, sino las primicias, lo que es más preciado. Ofrece toda su vida.
Si los escribas ocupan espacio, la viuda, por el contrario, es quien hace espacio.
Hace espacio abriendo su corazón a Dios, sin guardarse nada: deja que Dios sea todo para ella, y lo dice con un gesto que refleja lo que habita en su corazón.
Pero, ¿cómo puede hacer esto la viuda?
Lo hace porque es una persona libre de la necesidad de ser vista.
Sabe que nadie la mirará, que nadie la verá: y vive ante Dios, encontrando la manera de decirle que Él es el único testigo de su vida, el único amor de su vida.
Y, por eso, también se libera del miedo a quedarse sin nada: esta mujer ya lo tiene todo, todo lo que la hace vivir, ha encontrado el tesoro, la mirada de un Dios que la ve, que la mira, que la ama.
Sabe que Dios ama a todos, pero tiene debilidad por los pobres, por los huérfanos y las viudas: esto es lo que le ha enseñado la historia de su pueblo. Lo que los escribas aún no han comprendido, ella lo sabe.
No busca ser vista, porque ya tiene a Aquel que la ve.
Y Jesús, en efecto, la ve, es testigo de su vida y de su corazón.
+Pierbattista
*Traducción no oficial, en caso de cita, utilice el texto original en italiano – Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino