5 de mayo de 2024
VI Domingo de Pascua, año B
Juan 15, 9-17
El domingo pasado comenzamos a escuchar el capítulo XV del Evangelio de Juan, en el que Jesús habla del vínculo que lo une a sus discípulos como el de la cepa a sus sarmientos: no dos cosas diferentes, no dos vidas diferentes, sino la misma vida que circula y da fruto (Jn 15,1-8).
Hoy la escucha continúa (Jn 15,9-17), y nos lleva a plantearnos una pregunta fundamental, aquella por la que nos preguntamos cuál es el fruto del que habla Jesús. El sarmiento, como hemos dicho, debe dar fruto; pero un viñador tan bueno, una viña tan hermosa, un sarmiento tan unido a la cepa, ¿qué buen fruto podrán dar?
Veamos cuál es este fruto en el pasaje de hoy, que sigue inmediatamente al del domingo pasado.
Jesús, en el Evangelio de Juan, afirma a menudo que sabe que el Padre lo ama. Y aún hoy lo repite, pero añade algo importante, que como el Padre lo ama, Él también ama a sus discípulos (Jn 15,9).
Jesús no dice que como el Padre lo ama a Él, así Él ama al Padre.
Ciertamente, esto también es así, pero las palabras de Jesús van más allá: como el Padre lo ama a Él, así ama a los demás, ama a los suyos.
Jesús quiere decirnos que el amor entre dos personas no puede ser simplemente algo cerrado, que termina en reciprocidad. Porque, en el fondo, no sería amor.
Si amo a una persona y ella corresponde a mi amor y todo termina ahí, ciertamente es una experiencia hermosa, gratificante, pero también muy pobre, porque no recibo nada más de lo que he dado.
Si no pierdo nada, si no me arriesgo, si no salgo de esta reciprocidad, siempre me encuentro en el mismo punto de amar.
El amor de Jesús no solo es recíproco, sino también abierto. No solo un intercambio entre dos personas, sino el regalo de este amor a todos aquellos que quieran participar.
Este es un amor maduro, el que sabe darse a sí mismo, su propio amor a los demás, el que no se guarda nada para sí.
El amor no es algo que hay que guardar, sino algo que hay que saber perder, con la certeza de que sólo así, perdiéndolo, se vuelve a encontrar en su plenitud.
Lo que es aún más hermoso, sin embargo, es que esto también se aplica a los discípulos, exactamente de la misma manera.
De hecho, Jesús no les pide que correspondan a su amor, sino que lo compartan entre ellos y con los demás.
No dice: «Como yo os he amado, así debéis amarme a mí», sino que también aquí va más allá: «Como yo os he amado, así os améis los unos a los otros» (Jn 15, 12).
Seremos, pues, sus amigos, no si lo amamos a Él, sino si nos amamos los unos a los otros.
Además, este amor, tiene una característica precisa, un estilo particular, a saber, que Jesús nos pide que nos amemos los unos a los otros como Él nos amó (Jn 15,12), hasta el punto de que llamó al amor, hasta el final.
Amar, por tanto, no consiste en dar algo al hermano, sino en darse a sí mismo, en dar la vida al otro (Jn 15,13).
Este es el mandamiento de Jesús (Jn 15,10), esta es la Palabra que corta y poda los sarmientos secos (Jn 15,2) para que den más fruto.
Porque entonces significa elegir amar también a los que no nos aman, significa querer salir de una lógica de pura reciprocidad.
El amor que recibimos, para que dé fruto, debe llegar lejos, debe ser profundo, debe morir y luego renacer, debe derramarse sobre los demás.
Cuando esto sucede, entonces sabemos lo que es la alegría (Jn 15,11).
Aquí volvemos a ese fruto de Pascua que encontramos en los pasajes evangélicos que narran el encuentro del Resucitado con sus discípulos: se alegran de ver al Señor (Jn 20,20).
Se alegran al ver que este amor, que da vida sin pedir nada a cambio, es un amor que salva la vida y la hace eterna.
+Pierbattista