14 de abril de 2024
III Domingo de Pascua, año B
Lucas 24, 35-48
El pasaje evangélico de este tercer domingo de Pascua (Lc 24, 35-48) puede ser releído entrelazado con el del domingo pasado (Jn 20, 19-31): mientras los discípulos están reunidos en la casa, el Señor resucitado se hace presente, da su paz, muestra sus heridas, nos invita a no tener miedo, suscita una gran alegría.
La Iglesia, por tanto, nos hace detenernos en el Cenáculo porque sabe lo importante que es para nuestra vida de fe aprender a reconocer al Señor, a acoger los signos de su presencia pascual.
En primer lugar, nos gustaría subrayar lo que Jesús, resucitado de entre los muertos, no dice.
El Resucitado no asegura a sus discípulos que todo irá bien, que no tendrán problemas; no dice que el tiempo de sufrimiento ha terminado y que, a partir de ahora, por fin, todo será fácil.
El Señor no engaña, como nunca había engañado a nadie durante los años de su vida terrena: había propuesto a sus discípulos un camino exigente, que pasaba también para ellos, como para Él, por la cruz de una vida entregada.
El Señor no engaña, porque su resurrección no impone al mundo una nueva era, una nueva forma de vida, sino que simplemente la ofrece, la propone.
Y lo propone a los que creen que la Pascua es verdaderamente un camino de vida, a los que creen que es verdadero y eterno sólo lo que muere en el don de si mismo y permanece vivo en el amor y la relación.
Por eso dijimos el domingo pasado que la paz y la alegría son dones pascuales: nacen solo de la Pascua, y solo pueden ser acogidos por
aquellos que caminan detrás del Señor y pasan por la muerte con Él para entrar en una vida nueva.
El pasaje de hoy también destaca tres aspectos de este camino de fe y conversión.
El primero se ve en el hecho de que el Señor, para "convencer" a sus discípulos de que no es un fantasma, come y bebe lo que le ofrecen (Lc 24, 42-43).
Y esto quiere decir que el Resucitado no es una imagen, una idea, un pensamiento: es una presencia, es alguien que comparte la vida con nosotros, siempre.
Jesús promete a su Iglesia su presencia fiel en la historia: una historia que no será menos dramática que la suya, pero que podrá contar con Él y con sus dones pascuales, con el Espíritu que les dará en plenitud el día de Pentecostés.
El segundo, propio del evangelista Lucas, se resume en estas palabras: «... les abrió la mente para que entendieran las Escrituras» (Lc 24,45).
Después de comer, Jesús se detiene con ellos y reflexiona sobre la historia de la salvación tal como se narra en las Escrituras. Y hace esta operación, que es propia del Señor crucificado y resucitado: abre.
Jesús murió abriéndose: a su muerte se rasga el velo del templo, el centurión se abre a la fe, se abren los sepulcros...
Y Jesús resucitado sigue abriendo: abre el sepulcro, abre la mente a la comprensión de las Escrituras. Al igual que el Buen Pastor, a quien veremos el próximo domingo, abre el recinto donde está encerrado el rebaño sin esperanza de salir.
El Resucitado les abre la mente, les hace ver lo que realmente es la vida, es decir, una Pascua continua. Y muestra que esto siempre ha estado escrito, porque siempre ha estado inscrito en lo más profundo de la vida y de la historia de Dios con el hombre.
El tercer aspecto es que, si es verdad que la valla está ahora abierta, la Iglesia está llamada a salir.
¿Desde dónde y hacia dónde?
A partir de ahí, de la experiencia del encuentro con el Resucitado, ir a todas partes con la mente abierta a partir de las Escrituras y ser testigos de la lógica de Dios, que es siempre la lógica pascual, presente en las Escrituras desde el principio y ahora cumplida, plenamente revelada en Jesús. La Iglesia no puede proclamar otra cosa que esto, pues solo de esto ha sido testimonio.
Ella fue testigo, de modo especial, de que Dios perdona, y de que el Resucitado se puede encontrar allí mismo, donde uno se abre a su misericordia que sana y salva.
En el momento en que la Iglesia anunciara otra cosa, en que adoptase otras lógicas, dejaría de ser la Iglesia del Señor crucificado y resucitado, ya no sería fiel a Él, ni siquiera a sí misma.
Por eso, el tiempo pascual nos da la oportunidad de permanecer en el Cenáculo, para que también nuestra mente se abra a las Escrituras y aprendamos a ser la Iglesia que da cabida al Resucitado, que camina con Él, que le da testimonio fielmente, partiendo de Jerusalén.
+Pierbattista