SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR, B,
HOMÍLIA
9 de mayo de 2024
Los pasajes evangélicos que hemos escuchado en este tiempo pascual nos han dicho repetidamente que Jesús vino a traer vida en abundancia, a dar la verdadera paz, a dejarnos su alegría.
Pero, ¿dónde encontrar todo esto? ¿Cómo se cumple esta promesa?
El pasaje evangélico de hoy (Mc 16,15-20) nos hace testigos de una gran paradoja.
Por un lado, el episodio narra el regreso de Jesús al Padre: en el versículo 19 leemos que "el Señor Jesús, después de hablar con ellos, fue elevado al cielo y se sentó a la derecha del Padre".
Jesús cumplió su misión, la misión para la que el Padre lo envió al mundo: dio la vida por sus amigos, para que todos pudieran volver a tener esperanza en una relación de amor y confianza con el Dios de la vida.
Por otra parte, asistimos a una intensificación radical de la presencia de Jesús en medio de sus seguidores: Él, de hecho, actúa junto con ellos y confirma su Palabra con las maravillas realizadas por los discípulos (Mc 16,20).
No se trata sólo de intensificar, sino también de ampliar totalmente las fronteras: por dos veces se subraya la universalidad del mensaje cristiano, destinado a todo el mundo y a toda criatura (Mc 16,15); y los discípulos, cuando salen, predican por todas partes (Mc 16,20).
El Señor se va, pero también se queda.
Se va, pero su partida no equivale a que nos quedemos sin Él.
De hecho, es precisamente su ascenso al cielo lo que le permite habitar en cualquier lugar de la tierra.
¿Cómo puede suceder esto?
Sucede gracias a sus discípulos: el Señor vuelve al Padre, pero sólo después de haberles dado la tarea y la posibilidad de llevar a todas partes el don de Dios para el hombre, para cada hombre.
El Señor deja la tierra y los discípulos se disponen a llevar su presencia a todas partes.
Este es el gran mandato de los discípulos del Señor.
Hay tres elementos que podemos destacar.
El primero es que los discípulos están llamados a amar al mundo, a amar la tierra, a los hombres, a la vida. Están llamados a tener una verdadera pasión por los hombres, un gran deseo de que todos se salven.
Así como Dios amó al mundo, ellos están llamados a hacer lo mismo.
La relación con Dios no los encierra en un espacio íntimo y privado, sino que, por el contrario, abre su vida de par en par al otro. Les confía el amor de Dios por cada persona.
No hay discípulo del Señor que no esté marcado por el amor al mundo.
El segundo elemento se refiere a los signos que acompañan la misión de los discípulos en el mundo. Si prestamos atención, vemos que todos son signos que hablan de la victoria sobre la muerte: el veneno no les hará daño, las serpientes no les causarán la muerte, los demonios no tendrán poder sobre ellos (Mc 16,17-18).
La misión de los discípulos en el mundo es quitarle el poder a la muerte, arrebatarle a la muerte la capacidad de mantener cautivos a los hombres.
Allí donde la muerte busca quitar la vida, extinguir la alegría, sofocar la paz, los discípulos tienen un poderoso antídoto, su amor por el mundo.
Este será el nuevo lenguaje (Mc 16,17) que los discípulos podrán hablar, que todos podrán entender, el del amor que vence a la muerte.
El tercer elemento es este: ¿de dónde sacan los discípulos la fuerza para luchar contra la muerte?
Jesús lo deja claro desde el principio, cuando dice que estos signos acompañarán a quienes crean (Mc 16,17); y sólo en su nombre podrán realizar tales gestos. La fuerza viene de la fe, y solo de la fe.
Así que no será una batalla fácil, porque la muerte no abandonará el campo fácilmente. Pero los que creen en el Señor experimentarán que ni siquiera Él abandona a los suyos, y que les da su propia victoria, su propia vida, nueva y eterna.
Volvamos entonces a las preguntas iniciales: ¿dónde vive la Iglesia la vida en abundancia, la alegría, la paz del Resucitado?
Podríamos responder de esta manera: que nuestra alegría es plena cuando el don de Dios para nuestra vida no se detiene en nosotros, sino que, a través de nosotros, llega a nuestros hermanos.
Si guardamos el don de Dios para nosotros mismos, el don termina con nosotros y se pierde.
Pero si nos dejamos inflamar por la pasión de Dios por el mundo, entonces somos los primeros en experimentar en nuestra vida que la muerte es vencida, porque el don de Dios nos llena solo si sabemos compartirlo con todos.
+Pierbattista