Homilía Solemnidad de María Madre de Dios
Jornada Mundial por la Paz
Jerusalén, Patriarcado Latino, 1 de enero de 2025
Nm 6, 22-27; Gal 4, 4-7; Lc 2, 16-21
Queridos hermanos y hermanas,
¡Que el Señor os dé la paz!
En este día, dedicado a María Madre de Dios, se nos invita a rezar de modo especial por la paz en el mundo. Y en primer lugar por la paz aquí, en Tierra Santa, en nuestra tierra, donde parece ser desconocida. De hecho, son muchas las generaciones que se han sucedido, una tras otra, sin haberla conocido. Y quizá ahora estemos en uno de los peores momentos en cuanto a posibles perspectivas de paz. Parecen hoy lejanas y divorciadas de la realidad.
Nunca como en este momento, las instituciones políticas e incluso religiosas, incluidos nosotros, habían mostrado su debilidad. La espera de soluciones de paz justas y verdaderas para los pueblos de esta Tierra parece verse continuamente frustrada por los acontecimientos que, en cambio, hablan de lo contrario. No tenemos a quién mirar en este tiempo difícil y en esta tierra nuestra herida. Alguien a quien dirigir nuestro deseo de paz y nuestra voluntad de trabajar juntos para construir relaciones de justicia y dignidad para todos.
Pero esta jornada no está dedicada a una simple reflexión o al debate sobre las perspectivas de paz. Está dedicada, ante todo, a la oración por la paz. Y esto ya nos lleva a otra dimensión. En efecto, sin mirar hacia lo alto, sin acoger el don que Dios ha hecho a la humanidad, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, difícilmente podremos tener los instrumentos para interpretar este tiempo difícil. Difícilmente podremos mantener abiertas las puertas de nuestro corazón al deseo sincero de paz y creer en su realización. Por el contrario, nos aplastaría el peso de la desconfianza y la resignación.
El Evangelio que hemos escuchado nos ayuda a entrar, por tanto, en esta dimensión, y a mirar nuestro tiempo de otra manera, liberados de los temores humanos. «En aquel tiempo, [los pastores] fueron sin demora y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16).
Ahora que somos peregrinos de esperanza en el camino abierto del Jubileo, nos sentimos cercanos a los pastores que, llamados por los ángeles, decidieron «sin demora» ir a Belén para ver lo que habían oído. En efecto, inmediatamente antes del Evangelio que hemos escuchado, los pastores se dijeron unos a otros: «Vayamos, pues, hasta Belén, veamos este acontecimiento que el Señor nos ha dado a conocer» (Lc 2,15). El término utilizado por el evangelista es rema (ῥῆμα), que no sólo significa acontecimiento, sino también "palabra". San Jerónimo, de hecho, lo traduce como "verbum" ("et videamus hoc verbum, quod factum est ..."). Los pastores van a ver el cumplimiento de una palabra, de un dicho del Señor, y esta palabra es Jesús, como fue llamado ese Niño ocho días después de Navidad.
Cada vez estoy más convencido de que la paz, la verdadera paz que hoy invocamos con especial fuerza, nace ante todo de esta decisión de escuchar la palabra que Dios nos dice, de ir a ver, es decir, de acoger a ese Jesús y convertirnos en sus discípulos.
Escuchen, sin demora: vivimos tiempos y días en los que todos hablan de paz, a propósito, y sin propósito, en los periódicos, en la televisión, en las redes sociales, y proponen análisis, interpretaciones, estrategias, soluciones. Hemos visto cuántas ilusiones y frustraciones nos ha creado todo esto. Todos hablamos de paz, pero pocos escuchan a la paz. Sí, porque la paz habla, pero nadie o pocos la escuchan. La paz, de hecho, habla un lenguaje que sólo puede entender quien sin demora decide ir a «verla», como los pastores. La voz de la paz solo puede ser escuchada por quien la busca, por quien se pone en camino, por quien está dispuesto a reconocer en un niño que hay que acoger y amar la verdadera fuerza que salva el mundo. La paz solo puede ser encontrada por aquellos que están dispuestos a dar espacio a lo que el Señor nos da a conocer, y no sigue sólo sus propios pensamientos y deseos de poder. Los pastores desean ir, desean ver lo nuevo que Dios está preparando.
Por eso, me gustaría que todos nos preguntáramos hoy hasta qué punto estamos dispuestos a escuchar la paz más que a hablar de ella, a buscarla más que a esperarla, a caminar hacia ella, más que a esperar que otros lo hagan, a esperar que otros la alcancen, más que a comprometernos a construirla personalmente. Incluso aquí, en esta tierra nuestra, tan marcada por tanto odio, hay todavía muchas personas que desean la paz y están comprometidas con ella. Estamos dispuestos a buscarlas, a crear con ellas contextos de vida diferentes. ¿Tenemos el valor de encontrarnos, sin temer las opiniones de los demás, sin temer los inevitables malentendidos?
Encontrar: los pastores encontraron al niño y, llenos de alegría, reconocieron en Jesús el don de Dios y recibieron así esa paz de la que nos habla la primera lectura de hoy, la famosa bendición de Aarón, que utilizamos a menudo en nuestras celebraciones: «Que el Señor vuelva su rostro hacia vosotros y os conceda la paz» (Núm. 6,26). Habían ido a conocer y llegaron a reconocer. En este año jubilar y, más en general, en toda nuestra vida personal, social e incluso eclesial, tendremos que pasar del conocimiento al reconocimiento.
Conocemos a Jesús, conocemos el camino que Él abrió, pero quizá no lo reconocemos suficientemente. Hay una lucha en nosotros, en ese no creyente que hay en nosotros, por aceptar a Jesús, por hacer nuestros sus pensamientos, sus sentimientos, su Cruz. Encontrar a Jesús significa reconocer que el don que Él es para nosotros debe transformarse en perdón para nuestros hermanos y hermanas. Encontrar a Jesús es recorrer su camino, es tomar su cruz, es decir, su manera de actuar y de amar.
La verdadera paz es un don, pero también una tarea paciente y ardua, hecha de renuncia a los propios egoísmos y a nuestras pretensiones, para entrar en la lógica del Reino. Sin esta voluntad de ser discípulos de Cristo, quizás seremos capaces de hacer treguas y compromisos, pero no experimentaremos la verdadera paz. Ésta nace solo de la cruz, que no es una disposición al dolor y a la muerte, sino una decisión de entregarse hasta el final, en la certeza de la fecundidad de la Pascua.
Creo que ésta es la contribución más verdadera que, nosotros, los cristianos podemos y debemos hacer a la causa de la paz: recordar a todos que la paz nunca será simplemente fruto de acuerdos humanos. Hemos visto cuán efectivos son estos acuerdos. En cambio, siempre vendrá del «más» del amor, del verdadero amor que es la plenitud (y no lo contrario) de la justicia, y que, lo reconozcamos o no, tiene para nosotros el rostro y el nombre de Jesús, nacido muerto y resucitado por nosotros.
Que el Niño de Belén, junto con la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, siga avivando en cada uno de nosotros, en nuestra comunidad eclesial, ese amor que es el único que puede dar fuerza y valor para empezar de nuevo, para escuchar la paz, para reconocerla en la persona de Jesús y realizarla siempre, sin cansarnos nunca, aquí, en nuestra comunidad y en nuestra sociedad civil.
¡Feliz Año Nuevo!