Homilia Solemnidad de la Reina de Palestina 2025
Hch 1,12-14; Ap 11:19a;12:1,3-6a,10a; Lc 1,41-50
Deir Rafat, 25 de octubre de 2025
Queridas Excelencias,
Queridos Hermanos y Hermanas,
¡Que el Señor les conceda su paz!
Como cada año, deseo detenerme en algunas sugerencias que la Palabra de Dios nos ofrece para nuestra reflexión, en este hermoso día de intercambio y oración en torno a la Santísima Virgen.
La lectura de los Hechos de los Apóstoles comienza con una frase que siempre me ha impresionado y que, hoy más que nunca, puede inspirar la vida de nuestras comunidades eclesiales: "Volvieron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que está cerca de Jerusalén" (Hch 1,12).
Los discípulos volvieron a Jerusalén, al Cenáculo, donde poco después recibirían el Espíritu Santo el día de Pentecostés, junto con Maria Santísima. Volvieron a la ciudad, lugar de vida, de relaciones, de comunidad.
Después de la crucifixión y muerte de Jesús, los discípulos se dispersaron. Con su muerte, algo también se había muerto dentro de sus corazones. Perdieron la esperanza que los animaba. Reanudaron sus actividades cotidianas, pero dentro de ellos reinaba la decepción, una sensación de fracaso. Los dos discípulos de Emaús lo expresaron claramente: "Nosotros esperábamos que él fuera el que iba a liberar a Israel" (Lc 24,21). Pero luego, tras su encuentro con Jesús Resucitado, todo cambió de nuevo. Les llevó tiempo comprender el significado de lo sucedido, pero aun así recuperaron la vida plena. La esperanza, que parecía frustrada, poco a poco se convirtió en fe segura.
Siento que esta expresión también nos habla hoy. La guerra ha suspendido nuestras vidas demasiado tiempo. Por un lado, hemos vivido el drama de la guerra, que esperamos que finalmente llegue a su fin, aunque las dificultades políticas y sus consecuencias continúan pesando sobre cada una de nuestras familias. Esto ha aumentado en nosotros ese mismo sentimiento de desconfianza y decepción de los discípulos. Por otro lado, parece que podemos empezar a pensar que quizás la vida pueda reanudarse, que podamos volver a pensar en el futuro con más optimismo. He aquí la expresión que me impacta: "Volver". No debemos permitir más que el Dragón del Apocalipsis nos paralice, dentro y fuera de nosotros, como le ocurrió a los discípulos. Por convulso y difícil que sea nuestro tiempo, debemos volver a vivirlo con plenitud, pasión y energía. Energía que podemos extraer de Jesús resucitado, como los discípulos.
No sé si la guerra ha terminado realmente, pero sabemos que el conflicto continuará. Debemos superar la tentación de considerarlo solo un paréntesis en la vida de nuestra Iglesia, por largo que pueda ser. El conflicto, las complejas dinámicas políticas y religiosas, así como las inevitables consecuencias de los prejuicios y temores mutuos, se han convertido ahora en parte integral de nuestra identidad eclesial. No representan simplemente un obstáculo a superar para poder vivir, sino que constituyen el lugar donde la vida de la Iglesia está llamada a expresarse; son el contexto en el que estamos llamados a llevar nuestra luz, nuestra mirada, nuestra esperanza.
No se trata solo de una llamada personal, sino de una vocación que involucra a toda la comunidad eclesial. Por lo tanto, estamos llamados a elegir cómo afrontar este conflicto: si dejamos que condicione nuestro pensamiento y nuestra mirada, o decidir nosotros cómo vivirlo, como comunidad cristiana. Debemos preguntarnos si tenemos algo auténtico y propio que decir sobre la vida en esta Tierra Santa nuestra.
Y siento que debo afirmar que, por convulso y difícil que sea este tiempo, estamos llamados a volver a vivirlo con plenitud, pasión y energía. A reafirmar nuestra decisión por Cristo y, como los discípulos, encontrar en Él el impulso para volver a Jerusalén, para volver a la vida, pero para dársela a los hombres y mujeres confundidos de este tiempo.
El Evangelio de Lucas, que es el mismo autor de los Hechos de los Apóstoles, termina con la misma expresión: "Volvieron a Jerusalén", pero también añade "con gran alegría" (Lc 24,52). Aquí, necesitamos volver a la vida con la misma "gran alegría" que experimentaron los discípulos, después de que Jesús hubiera ascendido al cielo.
Recibirán al Espíritu Santo allí mismo, mientras están dentro de la vida ordinaria, y desde allí volverán a empezar después de Pentecostés. También nosotros debemos volver a la vida cotidiana; debemos dejar que la vida fluya de nuevo a través de nosotros. Queremos mirarnos por dentro y liberarnos de los miedos que nos bloquean y no nos permiten mirar más allá. Lo que fue posible para los discípulos, también puede serlo para nosotros.
Pero debemos creer en ello, ante todo. Creer que todavía es posible vivir así. Sé bien que muchos de nuestros problemas permanecerán, que no veremos la verdadera paz tan pronto. Ni siquiera los discípulos la vieron. Pero no se quedaron en el monte mirando al cielo (Hch 1,11), ni encerrados por miedo dentro del Cenáculo. Volvieron a Jerusalén, a la vida de la ciudad, "perseverantes y unánimes en la oración" (Hch 1,14). Y desde Jerusalén, la comunidad de discípulos comenzó de nuevo. También nosotros, "perseverantes y unánimes en la oración", queremos pedirle a Dios, con la intercesión de la Virgen, el valor de pasar página, y reconstruir nuestras vidas, obteniendo la energía y la fuerza necesaria de nuestro encuentro con el Resucitado.
Hoy, la Virgen nos dice que puede haber oscuridad a nuestro alrededor, pero nos recuerda que Cristo Resucitado es nuestra luz. ¡Y si la Luz está con nosotros, ya no hay motivo para temer la oscuridad! No debemos temer las dificultades, que no faltarán, sino pedir el valor de volver a caminar.
El Evangelio, también, nos invita a creer en la obra de Dios: "Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,45). En estas dos mujeres sucede algo que aparentemente es normal, dos embarazos. Pero ellas saben que llevan dentro de sí algo extraordinario, la vida de dos niños, nacidos solo gracias al poder y a la obra de Dios. Y esa obra extraordinaria ha sido posible porque ellas creyeron. "¡Bienaventurada la que ha creído!". Bienaventurados somos cuando creemos que incluso en nosotros, en nuestra vida cotidiana, Dios puede obrar cosas extraordinarias.
La Santísima Virgen nos invita hoy a desechar las obras de las tinieblas y revestirnos de las armas de la luz (cf. Rm 13,12), a dejar de limitarnos a llorar la muerte que nos rodea, y a volver a construir oportunidades de vida y esperanza, a levantar la mirada y ver el mucho bien que aún se hace y que nos da esperanza. Porque incluso en este contexto tan problemático que tenemos, esto todavía es posible.
La compasión de tantas personas que se inclinan sobre las heridas de los que sufren, en los hospitales, en las cárceles, bajo las bombas y dondequiera que haya sufrimiento; la colaboración y la solidaridad de tantas personas de todos los orígenes, que se esfuerzan por ayudar en las situaciones más diversas; la cercanía de tantas iglesias en todo el mundo, algunas muy pobres, que han querido contribuir, no sólo con la oración, a apoyar a nuestra Iglesia, y no sólo en Gaza... Son muchas las situaciones en las que se aporta un poco de luz, a pesar de la oscuridad de la noche. En cierto sentido, el poder del Dragón del Apocalipsis, del que habla la segunda lectura, el poder del gran mal que se ha desatado sobre nosotros, también ha suscitado la reacción de muchos hacia el bien, la solidaridad, la comunión, el compartir. Personas de todos los orígenes que han querido estar con nosotros en este período. Pienso en particular en muchos niños, que han renunciado a su poco, para compartirlo con sus compañeros en Tierra Santa. El Dragón, el Diablo, es impotente donde hay amor. Y ahí es donde queremos estar.
¡Coraje, pues! Miremos hacia adelante con confianza. Dios no nos ha dejado solos, y no nos dejará solos.
Le pedimos a la Virgen de Palestina que abra nuestros corazones a la esperanza, que abra nuestros ojos y nuestros corazones no solo a nuestros problemas, sino también a la presencia de Dios entre nosotros: entre nuestros pobres, en nuestras familias, en nuestras comunidades religiosas y parroquiales, en nuestra sociedad civil. Le encomendamos una vez más nuestra Diócesis Patriarcal de Jerusalén,
y que nos dé la fuerza para ser en esta nuestra Tierra Santa portadores de alegría y esperanza.
Amén.
*Traducido por la Oficina de Prensa del Patriarcado Latino a partir del texto original en italiano

