Homilía María Madre de Dios 2024
Misa por la Paz
Patriarcado Latino, 1 de enero de 2024
Reverendísima Eminencia,
Excelencias, Reverendísimos Padres:
Queridos hermanos y hermanas:
¡Que el Señor les dé la paz!
Suelo comenzar mis homilías y discursos con este saludo, que ahora parece más bien una formalidad, algo que se dice sin pensarlo mucho, y tal vez incluso sin creer mucho en ello. Y, sin embargo, ese saludo dice una gran verdad, que la paz viene de Él, del Señor Jesús, que es una expresión de su bondad. No es el momento ni el lugar para entrar en juicios y valoraciones de la situación que estamos viviendo. Ya hemos escuchado suficiente. No cambiarán el curso de los acontecimientos, y nos dejarán como antes. Aquí, hoy, debemos y queremos dirigir nuestra mirada a Cristo y sacar de él la fuerza necesaria para fortalecer nuestra confianza, herida por tanto dolor.
Cristo es nuestra paz. Lo sabemos y lo creemos. Y creemos que con la Navidad ha comenzado una nueva forma de vivir los acontecimientos humanos. Nos decimos esto todo el tiempo en estos días. Sin embargo, lo que estamos viviendo parece decirnos que lo que creemos y afirmamos está lejos de lo que realmente experimentamos. Como ya he repetido, quizás demasiadas veces, hoy todo habla de división, de odio, de resentimiento, de desconfianza.
Debemos reconocer que la guerra y su contexto son, por desgracia, el entorno natural del ser humano. Desde Caín y Abel, el hombre nunca ha estado exento de sentimientos de celos, miedo, deseo de poder, rivalidad, venganza y posesión. La guerra, ya sea personal o pública, es la que da expresión a esos sentimientos negativos, a la incapacidad de resolver los conflictos sin necesariamente prevaricar, sin violencia. En definitiva, desde el comienzo de la historia hasta nuestros días, el hombre se enfrenta a la decisión libre y responsable de cómo relacionarse con los demás, de cómo y sobre qué construir su existencia. Y a menudo, admitámoslo, la ley de Dios no está en el centro de la propia existencia. Sin Dios o, peor aún, cuando se usa a Dios para justificar decisiones de poder de cualquier tipo, el mundo está fácilmente a merced de aquellos que quieren dividir y destruir.
Pero si es cierto que el corazón humano está inclinado al mal y a la violencia, también es cierto, pero, que en él existe también un deseo de paz y de vida, que también espera encontrar expresión.
El nacimiento de Cristo, por tanto, no borró el mal, sino que dio expresión e hizo visible de una vez por todas ese deseo de paz y de vida que subsiste en nuestro corazón y en el corazón de cada hombre. San Bernardo, en uno de sus discursos, que leímos hace unos días, dice: "¿Hasta cuándo decís: ¿Paz, paz y paz no hay? Pero ahora... El testimonio de Dios se ha hecho plenamente creíble (cf. Sal 92,5). Esta es la paz: no prometida, sino enviada; no diferida, sino donada; no profetizada, sino presente".
Jesús no resolvió ninguno de los problemas sociales y políticos de su tiempo, pero señaló un camino, que aún hoy es el camino principal para aquellos que quieren construir contextos de paz, también aquí, hoy, en el Oriente Medio atormentado y conflictivo: el encuentro. Promover, investigar, construir, custodiar el deseo de encuentro. Al fin y al cabo, si lo pensamos, significa vivir el Evangelio con seriedad y tomarlo como criterio fundamental para las opciones de vida.
El deseo serio de encontrarse implica, necesariamente, dar confianza, aceptar dar cabida a otra voz además de la propia. No pocas veces también requiere renunciar o dejar de lado algo propio, una visión, una opinión, una expectativa...
En nuestros contextos de conflicto casi permanente, donde la religión, la política y la identidad nacional se mezclan constantemente, creando así un revoltijo casi inextricable, el encuentro requiere coraje y locura. De generación en generación, de hecho, narrativas diferentes y opuestas alimentan la sospecha y la desconfianza mutuas entre los habitantes de esta Tierra, y cultivan en la conciencia de muchos el espíritu de conquista, de violencia, de desprecio por los que son diferentes a ellos. Son narrativas que contaminan el corazón de muchos, que por todo esto luchan por comprender todas las posibles propuestas de encuentro, y confunden cada vez más la paz con la victoria. Es un concepto erróneo que se repite a menudo, tal vez no sólo en Oriente Medio.
La paz, por tanto, la verdadera paz, la que se construye sobre un sincero deseo de encuentro, de acogida y de fraternidad, requiere necesariamente también un camino de conversión. Se trata, en primer lugar, de cambiar el modo de pensar, de liberar el corazón del espíritu de violencia, de conquista y de venganza. Todos necesitamos la conversión, para purificar nuestra forma de mirar los acontecimientos de la vida, para construir contextos de belleza. No hay paz sin conversión. No podemos vivir y hablar de paz si nuestro corazón no está dirigido a Dios, si nuestra vida no está verdaderamente habitada por su presencia, si no sentimos la necesidad de pedir, día tras día, su perdón. Si no somos capaces de gestos de ternura y confianza.
La paz también requiere que la verdad se exprese en las relaciones, que lleguemos a reconocer el mal que se ha hecho y sufrido, lo cual nunca es fácil y siempre doloroso. Decir la verdad, asumir la responsabilidad de los males y agravios sufridos o a veces cometidos, nunca se da por sentado y requiere un gran coraje y un amor sincero. La verdad, sin embargo, se completa cuando también encuentra el perdón. Son necesarios el uno para el otro. Una verdad que no está iluminada por el deseo de perdón corre el riesgo de convertirse en recriminación, ocasión de confrontación y soledad.
El hombre por sí solo no es capaz de vivir a esta altura, no es capaz de elevarse a este modelo de vida. Es una gracia, es un don, que recibimos de lo alto. Porque «el que no nace de lo alto, no puede ver el reino de Dios» (Jn 3,3) Por eso estamos aquí hoy, para pedir la gracia de este don, para pedir a Dios que nos haga capaces de esta mirada, para no abandonarnos a nuestros miedos, a merced de los pensamientos de muerte y de sus aguijones (1 Co 15,55).
Estoy cada vez más convencido de que, en este complejo contexto, la vocación y la misión principal de la pequeña comunidad cristiana es precisamente esta: salvaguardar el deseo de encuentro, cultivar la libertad de todos, superar las fronteras étnicas, religiosas e identitarias de diversa índole que, aunque no están escritas, están sin embargo muy rígidamente escritas en la conciencia de estos pueblos. No se trata de borrar las propias pertenencias, que son buenas y necesarias, una base sólida sobre la que construir la vida común. Pero no para convertirlas en fortalezas inexpugnables, baluartes inaccesibles, guarniciones que hay que defender.
Hay muchos hombres y mujeres de todas las religiones que aún hoy, también aquí en esta Tierra atormentada, son capaces de dar este testimonio. Pero también necesitamos el testimonio de una comunidad, que sepa vivir esta libertad, ante todo internamente, y en contextos abiertos y compartidos. Y nuestra pequeña comunidad cristiana podría hacer esa diferencia. Es mi sueño y es la locura que me gustaría compartir con toda esta pequeña y querida Iglesia de Jerusalén.
Como he dicho en otro lugar, en efecto, la diferencia cristiana, de hecho, no consiste en nuestras fuerzas, en nuestras propiedades, en nuestro eventual prestigio. La diferencia cristiana está en nuestras opciones de reconciliación, diálogo, servicio, cercanía y paz. Para nosotros, el otro no es un rival, es un hermano. Para nosotros, la identidad cristiana no es un baluarte que hay que defender, sino una casa hospitalaria y una puerta abierta al misterio de Dios y del hombre, donde todos son bienvenidos. Nosotros, con Cristo, somos para todos.
Pidamos a la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, que invoque sobre nosotros su mirada maternal, la ternura que tanto necesitamos, y nos haga, para este nuevo año que comienza, protagonistas creíbles de nuestro deseo de paz para esta nuestra Tierra Santa.