Domingo de Pascua 2024
Jerusalén, Santo Sepulcro, 31 de marzo de 2024
Queridos hermanos y hermanas,
¡Que el Señor os dé la paz!
Así que aquí estamos en el día tan esperado. ¡La Pascua del Señor es nuestra Pascua! También nosotros hemos venido hoy, como María Magdalena, como los apóstoles Juan y Pedro, al Sepulcro de Cristo para inclinarnos ante este misterio de su resurrección, para acoger este don extraordinario que es su vida en nosotros. A lo largo de la semana hemos celebrado hermosas y antiguas liturgias que recorren físicamente la experiencia humana de Jesús en los mismos lugares. Especialmente en este mismo lugar, donde fue enterrado. Y ahora que todas estas hermosas liturgias están llegando a su fin, todavía nos queda preguntarnos qué hemos entendido y qué nos ha dejado tantos gestos significativos que nos han acompañado en estos días. En este tiempo dramático, marcado por tanta violencia en nuestra tierra y en todo el mundo, ¿somos todavía capaces de acoger el anuncio de vida, amor y luz que nos trae consigo la Pascua?
El Evangelio habla de la noche y de la obscuridad, que sin embargo ya no nos dan miedo, porque están a punto de dar paso a la inminente luz de la mañana que se avecina. Habla de una piedra poderosa, pero volcada y que ya no encierra nada; de discípulos corriendo; de sábanas -signos de muerte- que ya no atan a nadie; de ojos que ven; de los corazones que creen y de la Escritura que se revela al pleno entendimiento. Es un Evangelio lleno de entusiasmo y de vida. Es una palabra de vida que aún hoy nos llega y nos toca el corazón.
En este momento queremos expresar un agradecimiento especial al Santo Padre que, una vez más, ha expresado su cercanía a nuestras comunidades cristianas, con una hermosa carta que nos envió en la víspera del Triduo Santo y que nos ha acompañado en la oración y la reflexión en estos días. El Papa nos invitó a ser "antorchas encendidas en la noche". Y, verdaderamente, como hemos dicho muchas veces antes, esta noche de violencia y guerra parece no tener fin. Todo parece estar envuelto en desconfianza. La única voz fuerte y decisiva parece ser la de las armas. Los numerosos intentos de cesar las hostilidades han sido en vano, y los llamamientos a un alto el fuego para resolver el conflicto de una manera diferente a la de las armas, han sido inútiles.
El profeta Jeremías dijo de nosotros: "Si salgo al campo abierto, he aquí las víctimas de la espada; si entro a la ciudad, aquí están los que se mueren de hambre. Incluso el profeta y el sacerdote vagan por la región sin entender" (Jr 14,18). Esta terrible crisis ha afectado la vida de todos, sin distinción. Por diferentes razones, todos se han sentido profundamente heridos por esta tragedia. Te sientes solo, abandonado, tal vez incluso traicionado. El dolor envuelve a todos y no es posible comprender e interpretar este tiempo. Sin embargo, una cosa estamos empezando a entender: es hora de empezar de nuevo. Habrá necesidad de una resurrección, de una nueva vida. En las relaciones
personales, en el diálogo interreligioso, en la vida política, en la vida social, no podremos volver a vivir como si nada hubiera pasado. Hará falta un nuevo espíritu, un nuevo impulso, una nueva visión, en la que nadie quede excluido.
¡La Pascua de Cristo, que hoy celebramos en misterio, debemos celebrarla también en la vida de nuestra Iglesia y de toda Tierra Santa! En otras palabras, necesitaremos tomar decisiones audaces, capaces de responder a las expectativas de todos. Tendremos que comprometernos seriamente para que palabras como "esperanza, paz, verdad, perdón y encuentro" vuelvan a tener sentido y sean percibidas como creíbles por todos nosotros, haciendo gestos en el territorio que poco a poco reconstruyan la confianza tan profundamente herida.
Hace un rato, en la hermosa secuencia, cantábamos: "Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus, regnat vivus" (secuencia pascual). "La muerte y la vida lucharon entre sí, y el Señor de la vida, que estaba muerto, ahora reina vivo". Nosotros, la Iglesia, somos el Lugar donde se encuentra este Reino, donde Cristo reina vivo. Y nuestra comunidad está llamada a estar viva. Vivir hoy la Pascua, y ser, aquí y hoy, hombres y mujeres de la Resurrección, significa tener la valentía de defender la dignidad de cada vida, de no temer la noche que se avecina, quedándonos quietos y temerosos, encerrados en nuestros cenáculos.
El Evangelio de hoy nos pide que abandonemos nuestras seguridades, que salgamos, a pesar de la noche, como las mujeres del Evangelio, para salir al encuentro del Resucitado. En el duelo entre la noche y el día, entre la muerte y la vida, queremos ser los que eligen la vida. Es decir, queremos ser los que tenemos la valentía de apostar por la paz, de seguir confiando en los demás, de no temer la traición, de ser capaces, sin cansarnos, de empezar de nuevo cada vez a construir relaciones de fraternidad, porque no nos mueve la expectativa del éxito, sino el deseo de bien y de vida que el Resucitado ha puesto en nuestros corazones.
Queremos todo esto, porque hoy creemos y proclamamos que Dios Padre se ha hecho un lugar en la la vida de cada uno de nosotros, para siempre. La resurrección es la irrupción de su vida en la nuestra, y la irrupción de la fuerza de su amor en nosotros. Por eso no podemos quedarnos quietos en la noche, por eso también nosotros hemos venido aquí, a la tumba de Cristo, y por eso queremos salir hoy de aquí y retomar con entusiasmo nuestro compromiso de construir relaciones de vida y de amor con confianza en la Iglesia y con la Iglesia.
Hoy decimos que creemos en todo esto. Hoy, la Pascua nos dice que esta plenitud de relación que existe entre el Padre y el Hijo, desde aquella mañana de Pascua, es también la nuestra y que, por lo tanto, concretamente, no hay lugar en nuestra existencia, en nuestra historia, que no pueda ser potencialmente la casa de Dios, un lugar de encuentro con Él. Que no haya un espacio en la vida donde Él no pueda estar presente. Esta conciencia no nos exime de la experiencia de la prueba, del dolor, de la noche, como vemos todos los días. Todo esto permanece, pero ya no es una condena: en estas situaciones puede entrar la confianza de que Dios está con nosotros, de que también Él puede sacar vida de allí. Que allí también dará vida y no muerte.
Cuando descubre que la piedra ha sido volcada y que el cuerpo del Señor ya no está allí, María hace algo fundamental, que es ir a comunicar este acontecimiento extraordinario a Pedro y al otro discípulo. La experiencia de la resurrección solo puede ser comprendida a través de la participación de la misma experiencia, si no se convierte en
una vida vivida, experimentada y anunciada. Y esto es lo que queremos comprometernos a hacer hoy, con nuestras familias, en nuestras residencias de ancianos, en los servicios a los pobres y a los pequeños, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en la alegría de tantos que siguen dando sus vidas a los demás. Allí donde alguien da parte de sí mismo, allí se celebra al Viviente. Allí donde se deposita la confianza, allí triunfa el Resucitado.
Pidamos y recemos para que se repita para nosotros el acontecimiento que cambió la vida de María Magdalena, de Pedro y de Juan, y luego de todos los demás discípulos. Y, después de ellos, de muchos profetas y santos de todos los tiempos.
Pidamos aquí la gracia y el don de un corazón capaz de ver los signos del Resucitado, del Viviente entre nosotros, de una presencia concreta, consoladora y tierna. Sólo el amor puede vencer a la muerte y trascender los límites del tiempo. Pidamos por tanto el don de poder discernir en la vida de nuestra comunidad ese amor que hemos celebrado en la liturgia en estos días de Semana Santa.
Y así, en el espíritu del Resucitado queremos ser la levadura que haga fermentar toda la masa (1Cor 5,6), "antorchas encendidas en la noche" y "semillas de bien en una tierra desgarrada por los conflictos" (cartas del Papa Francisco a los católicos de Tierra Santa), el pequeño resto que no cede, no retrocede, sino que con entusiasmo y valentía, superados todos los miedos, le precede. En Galilea, en nuestras casas, en nuestras Iglesias, donde el hombre está solo o perdido, allí queremos ir, para decir una vez más, que el Señor nos ha visitado, lo hemos visto. El Resucitado sigue todavía aquí, entre nosotros, y en todas partes nos precede. Y nos espera.
¡Felices Pascuas!
+Pierbattista Card. Pizzaballa
Patriarca latino de Jerusalén