Jornada de la Vida Consagrada
Jerusalén, Patriarcado Latino, 2 de febrero de 2024
Ml 3, 1-4; Lc 2, 22-40
Queridos hermanos y hermanas,
¡Que el Señor les dé la paz!
Reunidos por el Espíritu Santo en esta hermosa celebración, como Simeón y Ana, nos encontramos en la casa de Dios para salir al encuentro de Cristo, y llevarle nuestras expectativas, nuestros anhelos, junto con nuestras preguntas y nuestras luchas.
Pero hoy estamos aquí, religiosos y religiosas, también para dar gracias y alabar, por el don de la vocación y la fidelidad a las promesas hechas hace 70, 60, 50, 10 años.
Esta es también la ocasión en la que puedo expresaros a todos juntos mi agradecimiento personal y el de toda la Iglesia de Tierra Santa, por vuestro precioso servicio de oración, de acogida, de apostolado social y educativo, por los numerosos dones y carismas con los que enriquecéis a la Iglesia madre de Jerusalén. Ya lo he reiterado muchas veces, pero me gusta repetirlo una vez más, que la Iglesia de Tierra Santa, sin vosotros, no sólo no estaría completa, sino que también sería más pobre, porque carecería de la gran fuerza del amor que a través de vuestro servicio nuestra Iglesia manifiesta a los pueblos de esta Tierra, benditos y heridos, desgarrados por tanto odio y divisiones, pero también rico de tanta generosidad.
Gracias, por tanto, por lo que hacéis y por lo que sois, y por ayudar a dar a nuestra Iglesia un rostro de paz, cercanía, misericordia y atención.
Estamos viviendo uno de los momentos más difíciles de la historia reciente. Ya lo hemos dicho y escrito varias veces. Y nos cuesta leer, dentro de la trama de esta historia, la presencia providencial de un Dios misericordioso, que actúa, obra y cambia la vida del mundo. Más bien, parecemos abrumados por los acontecimientos de este tiempo presente, tan violento, que parece no tener fin.
Junto a vosotros, a través del Evangelio de hoy, quisiera intentar hacer una mirada que no se detenga en el dolor de este momento, sino que vaya más allá, y nos ayude a reinterpretar el don de la vocación religiosa como la capacidad de vivir nuestra historia personal y social dentro de una historia mayor, escrita por el «dedo de Dios».
Simeón era un hombre cuya vida se centraba en la espera. En el Espíritu Santo, que es básicamente el verdadero protagonista de este pasaje del Evangelio, pasó su tiempo esperando ver el consuelo de Israel. Día tras día, vivía esperando ese consuelo que parecía no llegar nunca: ver a Aquel que colmaría concretamente esa espera, porque Él era la Consolación en persona, el «Cristo del Señor» (Lc 2,26).
Precisamente porque Simeone supo vivir bien ese tiempo de espera, también supo interpretarlo. Es decir, pudo ver en ese niño, hijo de un matrimonio joven y pobre, en el que nadie se habría fijado jamás, la tan esperada Consolación. No se rindió a los trágicos acontecimientos de su tiempo, que ya entonces no faltaban. No cedió a la resignación ante la dureza de ese período, no dejó de creer que, de una manera que nunca esperaríamos, Dios estaba presente y actuaba en la vida del mundo. Vio precisamente en ese momento difícil, el cumplimiento de las promesas de salvación. «El Espíritu Santo estaba sobre él» (Lc 2,25), «El Espíritu Santo lo había anunciado» (Lc 2,26), «Movido por el Espíritu, fue al templo» (Lc 2,27).
Supo escuchar al Espíritu, la voz de Dios, y leerla dentro de las tramas sencillas y misteriosas de la historia anónima de un matrimonio joven y pobre que iba al templo a cumplir la ley. Probablemente lo habrían tomado por un visionario, por una persona que estaba fuera de la realidad. Verdaderamente, él fue el profeta capaz de ver lo que los ojos de la carne por si solos no pueden ver.
El estilo de vida del viejo Simeón y de la profetisa Ana, al final, presenta bien un aspecto de nuestra vida religiosa: en el Espíritu Santo, saber vivir el hoy como el lugar en el que ya está presente el consuelo, sabiendo ver en él, con los ojos del Espíritu, la redención que se realiza, bendiciendo a Dios por la luz con la que ilumina el mundo. Y poder verlo en las historias sencillas de la vida cotidiana.
La consagración religiosa, con sus votos y sus reglas, no es más que una renuncia pública a vivir según las reglas humanas de convivencia, para concentrarse solo en la relación con el «Cristo del Señor» y nada más. En definitiva, es una manera de anunciar, con una vida libre de ataduras mundanas y temporales, que el Eterno ya está presente en este mundo nuestro y en nuestras vidas, que queremos vivir con esta certeza, y que queremos interpretar los acontecimientos de hoy dentro de esta perspectiva, con nuestra propia mirada sobre la historia, iluminada por esa Eternidad que habita en nosotros. Por lo tanto, como Simeón y Ana, no nos asusta el mal que hace estragos en este momento de la historia, el dolor trágico que parece aplastarnos, las múltiples formas de soledad que acompañan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La persona consagrada ve y muestra al mundo la luz que ilumina su mirada, que es la mirada de quien ha visto consuelo y redención, y así, día tras día, construye el Reino, con su obra de oración y de servicio.
No es una mirada desligada de la realidad. «He aquí, él que está aquí para la caída y resurrección de muchos en Israel, y como signo de contradicción —y una espada traspasará también vuestra alma—, para que se manifiesten los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34-35).
Simeón, por lo tanto, no era un visionario, era consciente del poder del mal. Pero, incluso dentro de esa conciencia, también pudo ver la Luz que ilumina al pueblo, la Consolación que se cumple. Ana vio en Él la redención de Jerusalén. Incluso hoy, no faltarán signos de contradicción, como tampoco faltarán espadas, rechazos y dificultades de todo tipo. La vida religiosa, sin embargo, debe ser, aquí y hoy, dentro de esta trágica historia, también una presencia de consuelo y de redención, de luz y de vida.
Me gustaría, por tanto, que también aquí y ahora, los religiosos fuéramos capaces de esta mirada y de ver la Luz que ilumina, desde aquí, a todos los pueblos para poder ver la redención de Jerusalén, nuestra hermosa y martirizada Jerusalén. Así que no nos detengamos a ver el dolor, la espada que nos atraviesa y las muchas contradicciones que nos afligen. Doblar las rodillas en la oración y en la adoración, inclinarse ante la pobreza de estos pueblos, inclinarse para curar las heridas y el dolor de los pobres, al sentarse al lado de los jóvenes que crecen y estudian con nosotros, no es otra cosa que
traer a la vida de esas personas la Eternidad que allí habita, y así transmitir una mirada que trasciende el dolor presente, que trae consuelo, y abre horizontes de luz y vida.
Que en el mar de odio que nos ha invadido, por tanto, vuestro sea un testimonio de amor cumplido, de atención paciente, de aceite derramado sobre las múltiples heridas de este tiempo y de estos pueblos. En otras palabras, que el vuestro sea un testimonio de consuelo y salvación.
Es nuestro camino, el único camino, que tenemos que ser constructores de paz y justicia aquí en Tierra Santa. Porque la justicia cristiana nunca está separada del amor.
Queridos amigos i amigas,
Al reiterar mi agradecimiento por vuestro trabajo y vuestra presencia, rezo para que estéis aquí, en esta atormentada Tierra Santa nuestra, un lugar de consuelo y para que ayudéis a quienes encontréis en vuestro servicio a tener una mirada cada vez más abierta y libre de nuestra historia, con horizontes abiertos al Eterno que ha plantado su tienda en medio de nosotros.
†Pierbattista Card. Pizzaballa
Patriarca Latino de Jerusalén