2 de febrero de 2025
Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo
Día de la Vida Religiosa
Queridos hermanos y hermanas
¡Que el Señor os dé la paz!
Nuestra Iglesia es generalmente recordada y mencionada como la Iglesia del sufrimiento y del Calvario, de las dificultades y de las divisiones. Ciertamente hay algo de verdad en todo esto. En efecto, no se puede estar en Jerusalén sin vivir la experiencia del Calvario. Preservar los lugares de la experiencia humana de Cristo significa también hacer nuestra esa experiencia, y el Calvario está ciertamente cerca de nosotros y lo sentimos nuestro en nuestras dificultades cotidianas. En este último año de guerra, lo hemos experimentado con una intensidad nunca vista. Como dice el salmo, nos ha parecido habitar «en tinieblas y en sombra de muerte, prisioneros de la miseria y de los hierros» (Sl. 107,10). Pero en este año dedicado a la esperanza, queremos también nuestra fe en el Dios de la vida que, en Cristo, nos sacó de las sombrías tinieblas y de la sombra de muerte, rompiendo nuestras cadenas (Sl. 107, 14).
Y en este día dedicado a la vida religiosa, quisiera subrayar la otra cara de nuestra vida cristiana en Tierra Santa. El rostro de quienes, a pesar de todo, siguen siendo, con su presencia, «antorchas encendidas en la noche» y «semillas de bien en una tierra desgarrada por los conflictos», como nos decía el Santo Padre hace unos meses. Vuestra presencia es la que hace más visible el estilo de vida cristiana en esta Tierra Santa. Un estilo extrovertido, comprometido con el servicio a todos los hombres y mujeres de esta tierra. Y por ello quiero daros las gracias.
Sería injusto, en efecto, y una grave falta de fe, limitarnos a replegarnos sobre nuestras propias heridas, a contemplar nuestro propio dolor, sin levantar la mirada y ver ante todo el dolor de los demás y no sólo el nuestro, pero también viendo cómo el Espíritu inspira continuamente iniciativas de vida, de solidaridad, de esperanza y de futuro incluso dentro de nuestra Iglesia.
Las numerosas instituciones religiosas, proporcionalmente mucho más numerosas que el número real de cristianos en Tierra Santa, son un signo claro de vitalidad. En efecto, en nuestra pequeña comunidad eclesial tenemos una presencia religiosa que es expresión de la pluralidad de lenguas y carismas presentes en el resto de la Iglesia universal. Una presencia religiosa que, junto con las parroquias y las comunidades locales diseminadas por el territorio, desempeña un papel fundamental, diría que esencial, para dar a nuestra Iglesia una forma y una identidad precisa. De hecho, la presencia religiosa abarca todos los aspectos de la vida de los hombres y mujeres de Tierra Santa. Está atenta a los segmentos más débiles de la población (niños, personas con discapacidad, ancianos, familias con problemas, etc.); a la formación y educación de la juventud local (escuelas y universidades); a la acogida de peregrinos de todo el mundo (Santos Lugares); al estudio y difusión del amor a la Palabra de Dios (Centros Bíblicos); al estudio y formación teológica de personas religiosas de y para todo el mundo (estudios teológicos), pero también para los fieles locales; a la contemplación y vida espiritual (monasterios contemplativos), y mucho más.
Estas son las formas en que la Iglesia de Tierra Santa da vida al testimonio cristiano en esta tierra atormentada. El Evangelio que hemos escuchado habla de luz («luz para revelaros a los gentiles» - Lc 2,32). Es nuestra manera de revelar nuestro amor a Cristo en esta tierra, y lo hacemos posible gracias a vosotros. Muchas gracias.
Quisiera detenerme sólo en dos pasajes del Evangelio proclamado, que cuando lo escuchamos sigue siendo provocador, a pesar de ser muy conocido por todos nosotros.
El primer elemento se refiere a la presencia del Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista de este pasaje.
Habla de él refiriéndose a Simeón, pero es el trasfondo de todo el pasaje: «El Espíritu Santo estaba sobre él» (Lc 2,26), y le predijo que vería al Mesías. Aquel día acude al templo movido por el Espíritu (Lc 2,28) y reconoce en aquel niño la salvación que esperaba (Lc 2,29-32).
El templo era sin duda uno de los lugares más concurridos de la ciudad, lleno de gente y de vida, y José y María estaban mezclados y confundidos entre la multitud, junto con muchos otros. Por lo tanto, nadie podía darse cuenta de su presencia, excepto aquellos dos ancianos. Inmersos en sus ocupaciones, no advirtieron que entre ellos pasaban la consolación y la salvación. Sus corazones no estaban vigilantes y expectantes. El Evangelio dice expresamente que Simeón esperaba la consolación de Israel (Lc 2,25). Si esperas algo o a alguien, también estás atento a las señales que anuncian su llegada. Si no esperas a nadie ni a nada, ni siquiera te interesa en encontrar señales. Además, el Evangelio no habla de una espera genérica, sino de una espera iluminada por el Espíritu Santo, que es quien hace posible ver los signos de la obra de Dios. Esto es lo que permitió a los dos ancianos reconocieran y así celebrar en aquel niño la salvación y el consuelo que esperaban.
Toda nuestra vida cristiana no es otra cosa que esperar el encuentro con el Señor, reconocerlo presente y actuante en nuestra vida y en el mundo. Y nunca como hoy, especialmente a la luz de la tragedia que vive Tierra Santa, nos parece tan difícil reconocer la presencia fecunda de Dios entre nosotros. Invirtiendo la pregunta de Dios en el jardín terrenal, nos resulta más espontáneo dirigirnos a Él y preguntarle: ¿dónde estás? Cada vez estoy más convencido de que la contribución que la vida religiosa está llamada a dar a esta Iglesia nuestra en Tierra Santa es precisamente ésta: ser como los dos ancianos, aquellos que nos ayudan a reconocer y celebrar la presencia de consuelo y salvación presente entre nosotros. Ser aquellos que con su vida y su palabra nos ayudan a escuchar la voz del Espíritu Santo y saben indicarnos, aquí, en medio de nosotros, la presencia fecunda y consoladora de Dios. Más allá de las muchas y hermosas actividades que realizamos y por las que ya os he dado las gracias, quizá la necesidad más urgente que tenemos sea precisamente ésta: ser capaces de abrir los ojos a la presencia de Dios, a la acción del Espíritu Santo, que no ha cesado de obrar y de actuar en la vida del mundo, incluso aquí, en Tierra Santa. Sabemos que Dios no actúa de manera triunfal. Su obra se manifiesta en la mansedumbre. Él está presente, el Reino crece allí donde los hombres y mujeres celebran la Pascua, donde dan su vida por amor. Donde el encuentro, la familiaridad y la amistad con Cristo se convierten en familiaridad y amistad con el hombre de hoy, en capacidad de perdón, en deseo de bien para todos.
La vida religiosa, por tanto, debe ser ante todo este anuncio y esta provocación. La persona religiosa es la que vive en el mundo de manera diferente. No está ocupado e inmerso en las tareas cotidianas, como la multitud en el templo en el Evangelio de hoy. Como los dos ancianos, inmersos en la oración y en la escucha del Espíritu Santo, son capaces de discernir el paso de la consolación entre nosotros, y nos lo indican, convirtiéndose así, a su vez, en consoladores.
El segundo elemento en el que me gustaría centrarme es el siguiente: la consolación de la que habla Simeón no es la ausencia de dolor y de fatiga. Simeón lo dice utilizando imágenes y términos dramáticos: caída y resurrección, signo de contradicción (Lc 2,34) y, por último, la espada que traspasará el alma de María. La misión de Jesús es signo de contradicción, tiempo de gran purificación. Su entrada en la historia «revelará» (Lc 2,35) los pensamientos de muchos corazones. Y éste es el tiempo, dramático, pero también verdadero, en el que no se nos ahorra ningún dolor ni ninguna fatiga, pero también en el que se revelan los pensamientos de nuestro corazón, donde emerge lo que verdaderamente habita en nosotros, lo que verdaderamente nos sostiene.
En el relato de los Evangelios está claro que uno no puede encontrarse con Jesús y seguir siendo el mismo: el encuentro con Él desencadena un cambio profundo, un nuevo nacimiento. Pues bien, el modo en que cada persona acoja o rechace este nuevo comienzo revelará los pensamientos de su corazón, revelará qué tipo de persona es, en quién quiere convertirse, qué es lo que le importa. El rechazo conducirá a la muerte, marcará una vida vacía de esperanza y expectativas.
La acogida llevará a la salvación de una vida resucitada, como la de Simeón y Ana, que habitaron el tiempo de la vida no deteniéndose en sus propios pensamientos, sino dejándose moldear la mente y el corazón por el pensamiento de la fe, nutriéndose de la Escritura, dejándose guiar por el Espíritu, convirtiéndose así en humildes y tenaces profetas del Señor.
Que vuestra presencia en la Iglesia sea, pues, este signo.
En la mansedumbre, propia de toda presencia religiosa, sabiendo dar un testimonio humilde y sencillo de donación, expresando el deseo de escucha profunda, acompañando el dolor y el sufrimiento, especialmente de los más débiles, siendo capaces de perdonar, pronunciando palabras de consuelo y abriendo horizontes allí donde todo parece cerrado y sin salida. Sin pretender resolver todos los problemas, sino simplemente dando testimonio de la libertad propia de quien no está atado por las preocupaciones mundanas, en definitiva, ser cada día, en la alegría y en el dolor, anuncio de la salvación recibida y entregada.
¡Feliz fiesta a todos y a todas!
*Traducción no oficial, en caso de cita, utilice el texto original en italiano e inglés – Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino