3 de noviembre de 2024
XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Mc 12, 28-34
Vimos, el domingo pasado, que para Jesús amar a una persona significa detenerse ante ella y por ella: Jesús está en Jericó y en camino hacia Jerusalén, para dar la vida.
Pero en ese camino, para Jesús dar la vida significa detenerse y tomar en su corazón el dolor de esa persona, de Bartimeo, que grita y se dirige a Él para que le devuelva la vista. Jesús se detiene, lo encuentra, lo cura.
Amar, por tanto, es también detenerse y escuchar, tomárselo con corazón.
En el pasaje de hoy vemos que Jesús ha llegado a Jerusalén. Es la ciudad donde el amor a Dios encuentra una expresión concreta y visible: ofrecer culto y sacrificio al único Dios y Señor.
Además, el pasaje, se sitúa precisamente en el templo, el lugar donde Dios habita y donde se entra para adorarlo.
Nos encontramos en el capítulo 12 de Marcos. En el capítulo anterior se describe la entrada solemne de Jesús en la Ciudad Santa. En los días siguientes a su entrada, va al templo y entra en diálogo con los líderes religiosos, con los doctores de la ley, quienes, al fin y al cabo, ya han decidido matarlo. Y los diálogos que narra Marcos no mejoran su situación. Jesús habla libremente, lo que sin duda no contribuye a darle una buena imagen. Sin embargo, una vez más, Jesús se mantiene firme, no huye del encuentro ni siquiera con aquellos que le son hostiles.
En este contexto, el evangelista Marcos sitúa el diálogo entre Jesús y un escriba, que le interroga sobre cuál es el primer mandamiento: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28).
La respuesta sería básicamente sencilla: el primer mandamiento es amar a Dios.
Pero Jesús no se detiene en esta primera respuesta, como si quisiera decir que está sola respuesta es de algún modo incompleta, y añade también cuál es la segunda. «La segunda es esta: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos» (Mc 12,31).
No basta con subir a Jerusalén, entrar en el templo y dar gloria a Dios. La plenitud de la ley no está solo en esto. La plenitud de la ley pasa también por Jericó, y exige que nos detengamos ante el dolor de un pobre que nada tiene y nada cuenta a los ojos del pueblo. No se puede subir a Jerusalén sin pasar por Jericó.
A menudo nos resulta fácil elegir algo y excluir otra cosa, y tratar de simplificar la vida eliminando algo que hace complejo vivir y amar.
Si es verdad que el objetivo del camino de cada persona es llegar a un corazón capaz de amar, el riesgo es el de mantener áreas y espacios divididos: puedo elegir amar a Dios, sin preocuparme en absoluto de los que me rodean. O, por el contrario, puedo amar apasionadamente a las personas, manteniendo a Dios fuera de mi corazón, como si Dios no tuviera nada que ver con la atención a los pobres. Como si necesariamente tuviéramos que elegir.
Jesús pide, en cambio, no excluir ni a uno ni al otro, porque estos dos amores no son antagónicos, nunca se hacen la guerra. Al contrario, ninguno de estos dos amores se basta a sí mismo, por el simple hecho de que Dios y el hombre están unidos por un vínculo profundo, por una unidad misteriosa: no se puede amar a uno sin amar también al otro. Dios no quiere ser amado solo.
Es interesante que el escriba no solo esté de acuerdo con Jesús, sino que añada su propio comentario: amar así vale más que todos los holocaustos y sacrificios: «Bien lo has dicho, Maestro... amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,32-33).
Si tenemos en cuenta que estas palabras se pronuncian en el templo, y que gran parte de la religiosidad de Israel giraba en torno a holocaustos y sacrificios, veremos que, efectivamente, este escriba no está lejos del reino de Dios (Mc 12,34). Porque el reino de Dios es precisamente esta experiencia de un amor recibido gratuitamente, y que debe ser simplemente compartido con todos aquellos que, como Bartimeo, se sientan al borde del camino pidiendo misericordia.
+Pierbattista