1 de septiembre de 2024
XXII Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Marc 7,1-8.14-15.21-23
La liturgia de la Palabra de este domingo nos lleva de nuevo al Evangelio de Marcos, después de habernos hecho leer, en las últimas semanas, todo el capítulo sexto del Evangelio de Juan.
El pasaje que leemos hoy, está tomado del capítulo séptimo de Marcos, un capítulo que, no en vano, se encuentra entre las dos multiplicaciones de panes relatadas por el evangelista: la primera tiene lugar en el territorio de Israel; el segundo está en tierra pagana.
Para llegar de una orilla a la otra hay que hacer una travesía, no solo físicamente, sino también a nivel mental y de pensamiento.
Y esto es precisamente lo que se propone en el capítulo séptimo, un capítulo que actúa como bisagra y que ofrece a los discípulos la oportunidad de dar un verdadero salto cualitativo en su camino de fe, una verdadera travesía.
Algunos fariseos y escribas de Jerusalén ven que los discípulos de Jesús comen sin haber purificado sus manos, y se escandalizan (Mc 7,2). Así que le hacen una pregunta a Jesús sobre esta extraña actitud (Mc 7,5).
Detrás de la pregunta se esconde una mentalidad religiosa muy extendida, que parte de la suposición de que para encontrarse con el Señor hay condiciones previas, que implican una serie de ritos, observancias y prescripciones.
No solo el encuentro con el Señor, sino también la relación con el mundo está marcada por una serie de ritos: la razón de todo esto se basa en la idea de que el mundo es impuro y que el contacto con él es, de alguna manera, una fuente de contaminación; de ahí la necesidad continua de purificarse.
La travesía que Jesús hace pasar a sus discípulos va en la dirección de alterar esta mentalidad, al menos en dos aspectos.
La primera se encuentra en el versículo 15, donde Jesús dice que no hay nada fuera del hombre que al entrar en él pueda hacerlo impuro, sino que, por el contrario, es lo que sale del corazón del hombre lo que lo hace impuro.
Esta afirmación dice, en primer lugar, que el mundo, la realidad, las cosas, no son necesariamente un mal, algo que hay que defender o de lo que hay que distanciarse. La fuente del mal no está ahí. La fuente del mal, en todo caso, está dentro de nosotros.
Jesús quiere advertirnos contra la tentación de buscar fuera el origen del mal: siempre será culpa de alguien o de otra cosa. Jesús nos libera de esta ilusión, es decir, no basta con levantar vallas, crear separaciones, excluir algo o a alguien: el mal hay que buscarlo y curarlo en su verdadera fuente.
El segundo aspecto se refiere a otra ilusión, según la cual los rituales o la observancia de ciertos preceptos serían suficientes para purificar el corazón.
En el versículo 6 Jesús da una indicación: el corazón impuro es el que está lejos del Señor, es decir, un corazón que busca salvarse a sí mismo y no confía en la salvación que viene de Dios.
El corazón impuro es también el que está lejos de los hermanos y, sobre todo, de los pobres y de los que sufren: es el corazón egoísta, encerrado en sí mismo.
La pureza cristiana, por tanto, nunca tiene el sabor de una pureza externa y ritual, sino de una solidaridad fraterna: el que ama es puro.
Tampoco debemos esperar hasta que seamos puros para buscar y encontrar al Señor: nunca estaremos lo suficientemente preparados. Más bien, se trata de ir al Señor con todo el peso de nuestro corazón pecador, de nuestra incapacidad de amar, para que Él finalmente pueda alimentarnos con palabras verdaderas y pan vivo, y transformar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne.
+Pierbattista