7 de julio de 2024
XIV Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Marcos 6, 1-6
El Evangelio del domingo pasado (Mc 5, 21-43) nos ha ayudado a reflexionar sobre una realidad muy importante de nuestra fe: allí donde la religiosidad humana, con sus leyes y costumbres, había creado distancias y separaciones, Jesús trajo, por el contrario, acogida y cercanía.
De hecho, conocimos la historia de dos mujeres que, de diferentes maneras, no podían entrar en contacto con el Señor Jesús debido a las leyes de la pureza.
La mujer con sangrado continuo era considerada impura y, por lo tanto, intocable: quien la tocaba también se volvía impuro.
Lo mismo ocurría con el cuerpo de una persona muerta, como el de la hija de Jairo: aquellos que entraban en contacto con él debían someterse a diversos ritos de purificación.
Por un lado, todo este complejo mundo de separaciones regulaba la relación con Dios: estaba claro lo que se podía hacer y lo que no. Por otra parte, sin embargo, no resolvía el problema del dolor de quienes vivían en situaciones "irregulares". La única solución, de hecho, era excluirlos de la comunidad.
Jesús no se deja aprisionar por este modo de vivir la relación con Dios y con los hombres: para Él en el centro está siempre la persona, y la persona con su dolor. Nadie está jamás excluido del encuentro con Él, nadie debe ser considerado indigno de encontrarse con Él. En efecto, los que más sufren son los que más necesitan de su presencia: no son los sanos los que necesitan un médico, sino los enfermos (Mt 9,12). Por eso se deja tocar, y toca a su vez (Mc 5,27.41)
Esta larga introducción nos ayuda a entrar en el Evangelio de hoy (Mc 6,1-6).
Jesús regresa a su patria (Mc 6,1) junto con sus discípulos. Allí encontró a su gente, a su familia, a quienes, más que nadie, habían vivido con Él una experiencia de cercanía y proximidad.
Pues bien, allí mismo, donde todos lo conocen, no es bienvenido, hasta el punto de que Jesús sólo puede realizar algunas curaciones entre ellos (Mc 6,5): el lugar de máxima cercanía se convierte en el lugar de máxima distancia.
Quizás la palabra clave para entender este fenómeno es la palabra "fe".
El domingo pasado esta palabra se repitió dos veces (Mc 5,34.36): la mujer con hemorragia y Jairo habían experimentado la salvación por el hecho de haber creído.
Lo que falta en la patria de Jesús es precisamente la fe: este término se repite una sola vez, al final, pero en sentido negativo: Jesús se maravilla de su incredulidad (Mc 6,6), de su falta de fe.
Por lo tanto, los que habían estado más cerca de Jesús se encuentran más lejos.
Jesús es motivo de escándalo para ellos (Mc 6,3) por el solo hecho de que sale de sus ideas preconcebidas, de sus esquemas, de lo que siempre han visto y pensado.
Es motivo de escándalo porque no les es posible mantener unida la naturaleza extraordinaria de lo que sienten por Jesús y lo que sus ojos siempre han visto.
Ellos también, después de todo, son hijos de una forma de pensar que separa, divide, excluye.
Pero, a diferencia de la mujer que sufre una hemorragia y de la hija de Jairo, están bien, no saben que están enfermos: este es su drama.
Porque la enfermedad más grave es precisamente la suya, la falta de fe, que los lleva a un verdadero aislamiento, a un cierre de la vida en los estrechos espacios de su territorio.
La fe, en cambio, es todo lo contrario: es abrir los espacios de la propia vida a algo nuevo, a una paradoja, a algo que nos supera y, precisamente por eso, dice que hay la presencia del Señor entre nosotros.
Por eso, la fe es siempre un riesgo: nos pide que nos dejemos redefinir por el encuentro vivido, que no nos aferremos a lo que ya sabemos vivir.
Es siempre un pasaje a la otra orilla (Mc 5,1.21): si permanecemos siempre de este lado, nuestra relación con el Señor nunca crece.
+Pierbattista