19 de enero de 2025
II Domingo del Tiempo Ordinario, año C
Jn 2, 1-11
Dejamos a Jesús en el Jordán, donde, entre tanta gente anónima, recibe el bautismo de un Juan desprevenido, y donde su identidad es confirmada por el Padre, que lo llena del Espíritu y lo llama Hijo predilecto (Lc 3,21-22).
Hoy encontramos a Jesús en un banquete de bodas (Jn 2,1-11), igualmente entre todos los demás participantes en el banquete, sin nada que le haga parecer más que un invitado normal y sencillo.
En este banquete, Jesús parece desaparecer: no está entre los protagonistas del banquete y no es él quien se da cuenta de que falta el vino; en el diálogo con su madre parece decir que todavía no puede hacer nada («Mujer, ¿qué quieres de mí? Mi hora aún no ha llegado» - Jn 2,4). Hace llenar tinajas de agua y las hace llevar al dueño de la mesa (Jn 2,9-10), que no sabe de dónde viene ese vino, como tampoco lo saben los novios. Ni siquiera de los discípulos se dice explícitamente que se dieron cuenta de la señal que Jesús realizó.
Así es el camino de Dios. Todo el mundo disfruta de un buen y abundante vino, pero casi nadie sabe de dónde viene ese vino, casi nadie sabe por qué la vida y la alegría son tan nuevas y tan hermosas. El vino, de hecho, en la tradición bíblica es signo de alegría y de vida.
Estamos todavía, en cierto modo, en el tiempo de la Epifanía: este domingo, con el Evangelio de las Bodas de Caná, junto con la fiesta de la Epifanía y el Bautismo de Jesús forman una sola fiesta, la fiesta del Dios que se revela.
El domingo pasado vimos que Dios se revela ocultándose.
Hoy vemos que Dios se revela animando la vida de los hombres desde dentro, sin llamar demasiado la atención. Simplemente con su presencia. Así les devuelve la alegría que ni siquiera saben que han perdido («No tienen más vino» - Jn 2,3). Es la alegría de la que habla el profeta Isaías en la primera lectura.
En efecto, estamos en un banquete de bodas (Jn 2,1), que nos recuerda el banquete escatológico del que habla Isaías (Is 25,6-10). Es el momento más alegre de la vida de una pequeña aldea, como pudo ser Caná en tiempos de Jesús. Era una oportunidad para estar todos juntos, de comer y beber, como pocas veces se podía hacer.
Pues bien, justo en ese, en plena celebración, se acaba el vino, sin que nadie se dé cuenta. Éste es el drama: nadie se da cuenta de que ya no se puede alegrar, ya no se puede festejar, la alegría de vivir se ha apagado («No tienen más vino»).
María se da cuenta, porque ésta es la vocación de quien ha comenzado a escuchar en su propia vida («Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» - Lc 2,51): ser capaces de mirar la vida con los propios ojos de Dios, ser capaces de ver más profundamente el dolor y la carencia de los hombres y mujeres de su propio tiempo.
María, por eso, se da cuenta (Jn 2,3), pero no acude a los novios, ni al maestro de mesa, como hubiera sido más lógico. No busca soluciones temporales, sino que va a la fuente de la vida y de la celebración, que está allí, escondida entre los invitados. Ella sabe que, si Él está presente, justo allí donde todo parece haber terminado, justo allí puede haber un nuevo y verdadero comienzo.
No en vano, en el versículo 11, el evangelista Juan dice que ése fue el comienzo de las señales realizadas por Jesús («Éste, en Caná de Galilea, fue el comienzo de las señales realizadas por Jesús; manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él»). Jesús es un nuevo comienzo, es el principio de las señales que devolverán la alegría y la vida al hombre sin esperanza.
Este comienzo, sin embargo, no es automático, y María lo sabe bien: por eso indica a los sirvientes el camino para entrar en un proceso de renacimiento («Haced todo lo que Él os diga» - Jn 2,5). Se trata de atreverse a hacer un gesto de confianza, de fe, tal vez incluso sin entenderlo todo. Se trata ante todo de empezar a escuchar, porque esta escucha de la Palabra de Dios es la verdadera celebración de todo hombre.
Cuando el Señor se hace presente, entonces, aparentemente nada cambia: ningún signo llamativo, ninguna manifestación sorprendente. Simplemente, la vida comienza a fluir de nuevo. Fluye de una Palabra que ha vuelto a resonar y que escuchamos el domingo pasado, la verdadera Palabra de la fiesta: «Tú eres mi Hijo, el amado: en ti me he complazco» (Lc 3,22).
Esta Palabra es el banquete de bodas al que nos invita el Señor, que puede devolver el sabor a cada día de la vida.
+Pierbattista
*Traducción no oficial, en caso de cita, utilice el texto original en italiano e inglés – Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino