13 de octubre de 2024
XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Mc 10, 17-30
El pasaje evangélico de hoy (Mc 10,17-30) nos hace conocer a una persona que, mientras Jesús camina, corre a su encuentro y busca el diálogo con Él.
Veamos de inmediato el resultado de esta reunión: «... su rostro se ensombreció y se fue entristecido» (Mc 10,22): El resultado, por lo tanto, es la tristeza.
Pero, ¿por qué el encuentro entre Jesús y este hombre termina así?
Estamos acostumbrados a pensar que nuestra tristeza depende de algo que nos falta: por eso nos engañamos a nosotros mismos pensando que nos bastaría con tener todo lo que queremos para finalmente ser felices.
Esto, en realidad, es exactamente el engaño de la serpiente en el relato del pecado original (Gn 3).
La serpiente engaña a Eva y a Adán diciéndoles que, para ser felices, para tener vida, deben tenerlo todo, no deben tener un límite; no puede haber nada que les esté prohibido, nada les debe faltar.
La habilidad de la serpiente radica precisamente en hacer aparecer lo que nos falta como lo fundamental e insustituible para nuestra vida, para nuestra alegría.
Este es, por tanto, el resultado del pecado, la incapacidad de alegrarse de lo que tenemos en constante espera de otra cosa, de lo que nos falta, en un círculo vicioso que nunca termina: la vida transcurre en la búsqueda continua de nuevas conquistas.
Para Jesús, la vida es exactamente lo contrario.
Al hombre que le pregunta qué hacer para heredar la vida, Jesús le responde que en realidad le falta una cosa, una sola cosa («Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; ¡Y ven! ¡Sígueme!» - Mc 10,21).
Pero lo que le falta no es algo más que tener, sino más bien una relación para la que vivir y simplemente hacerle espacio.
Esto es lo que el Señor ofrece a esta persona: una relación en la que se sienta mirada y amada no por lo que hace, no por lo que posee, sino por un don original que nos llega antes de cualquier respuesta posible («Jesús se quedó mirándolo y lo amó» - Mc 10,21).
Le ofrece la posibilidad de liberarse del engaño de la serpiente, la de pensar que son las cosas que poseemos las que nos dan la vida y no la relación con el Señor, con el único que es bueno («No hay nadie más bueno que Dios» - Mc 10,18), es decir, con Aquel que es el verdadero bien.
Pero, ¿por qué el hombre no acepta este don de la vida? ¿Qué diferencia hay entre este hombre y los otros que, en el Evangelio, encuentran al Señor y encuentran la salvación?
La diferencia tal vez esté en el hecho de que esos otros se dejan transformar, aceptan el riesgo de cambiar algo en sus vidas, aceptan apostar, arriesgarse por Jesús, incluso aceptar hacer recortes, renunciar a otra cosa. En los relatos evangélicos sucede que todos los que se encuentran con el Señor cambian de camino, cambian de vida, entran en una nueva forma de vivir.
Este hombre, en cambio, regresa por el mismo camino por el que vino, nada ha cambiado en él.
Este es un segundo engaño, en el que todos caemos a menudo.
El de pensar que nuestra vida puede mejorar, puede llegar a ser más bella y más plena, sin que nada en nosotros cambie, sin que demos el paso y el esfuerzo de dejar atrás todo lo que mantiene nuestro corazón atado.
Jesús, en primer lugar, es Aquel que dejó algo para amarnos, se hizo pobre, desvalido, limitado; hizo espacio dentro de sí mismo para acoger nuestra humanidad.
La respuesta a este amor no puede ser otra que esta: amar es dejarse transformar por el otro, dejar que el otro sea nuestra riqueza.
A los ojos humanos parece una cosa imposible y quizás, humanamente, sea realmente inalcanzable. Pero Dios puede realizarlo en nosotros («¡Imposible para los hombres, pero no para Dios! Porque para Dios todo es posible» - Mc 10,27).
De hecho, este es el último paso, fundamental, para entrar en esta nueva vida: saber que todo esto no está dentro de nuestras fuerzas ni en nuestras capacidades, sino que es un don de Dios: es Él quien primero lo hace por nosotros, se desnuda para amarnos, se deja transformar por nuestra presencia.
No es un mérito extra, de lo contrario seguiríamos en la lógica del mérito y del tener, como la del hombre que se va triste.
Lo que nos es posible es el asombro que deja espacio al don de Dios, dejándonos mirar por su mirada amorosa, que es la única capaz de revelarnos lo que verdaderamente nos falta.
+Pierbattista