21 de julio de 2024
XVI Domingo del Tiempo Ordinario, año A
Mc 6, 30-34
Vimos el domingo pasado (Mc 6,7-13) que la misión de los discípulos del Señor es entrar en contacto con el dolor del mundo.
No se trata solo de esperar a que este dolor llame a la puerta de la Iglesia, sino de ir a buscarlo, de entrar en su casa, de compartir un trozo de camino con los que sufren.
Los discípulos, en efecto, se pusieron en camino, enviados por su Maestro. No tienen medios grandilocuentes, ni han adoptado estrategias particulares. Salen desarmados, y por lo tanto capaces de enfrentarse a la debilidad y al dolor que habitan en la historia de los hombres.
Por lo tanto, para curar esta enfermedad del alma, no hay más que una terapia, y es convertirse en un espacio hospitalario y acogedor, donde los demás hombres puedan dejar su carga, sin miedo.
El pasaje del Evangelio de hoy (Mc 6,30-34) nos dice que el Señor Jesús tiene una atención especial por aquellos que están llamados a esta misión.
A su regreso, de hecho, les ofrece un tiempo de descanso y refrigerio, que parece estar compuesto por dos momentos.
El primer momento (Mc 6,30) es indispensable: los discípulos vuelven al Señor, se reúnen en torno a Él y le cuentan todo lo que han vivido.
Es un momento indispensable porque concierne a la identidad misma de los discípulos y, por tanto, de la Iglesia de todos los tiempos.
La Iglesia, de hecho, no es ante todo un grupo de personas que se preocupan por los demás y les hacen el bien. Es un grupo de personas que se reúnen en torno al Señor, y allí atraen la vida para compartirla con cada hombre.
Si no existiera este continuo retorno a la fuente, se correría el riesgo de volverse autorreferencial, y ya no traer la salvación del Señor, sino de uno mismo.
Esta sería una misión estéril.
Allí, reunidos de nuevo en torno al Señor, los discípulos cuentan y comparten lo que han vivido: también este es un pasaje fundamental de la fe, el que relee la historia vivida a la luz de la Palabra, el que permite al Señor Jesús iluminar los hechos a la luz de la lógica de la Pascua.
Junto a este primer momento, al que Jesús dedica todo el tiempo necesario, hay un segundo, que en cambio parece encontrar algunos obstáculos: Jesús, de hecho, invita a sus discípulos a retirarse y descansar un poco (Mc 6,31), pero en realidad esto no sucede, porque muchas personas, intuyendo sus intenciones, los preceden y los esperan en el lugar donde se dirigían para encontrar algún refrigerio.
¿Qué significa?
Para Jesús, tomarse un tiempo para descansar es algo bueno: es Él mismo quien invita a los discípulos a hacerlo.
Por otro lado, sin embargo, el Evangelio de hoy parece querer decirnos cuál es el reposo que verdaderamente restaura nuestra vida.
Podríamos pensar, de hecho, que el descanso consiste en deshacernos de nuestros propios problemas y los de los demás, como si fuera posible hacer una pausa en la vida y entrar en un paréntesis, en el que dejamos de lado todo lo que nos preocupa.
Para Jesús, el verdadero descanso no es esto. Consiste más bien en redescubrir el sentido de nuestras elecciones, en redescubrir la unidad profunda de nuestra existencia, porque sólo así podemos encontrar verdaderamente el descanso.
Y cuál es este elemento unificador y pacificador, Jesús lo muestra al final del Evangelio de hoy, cuando, al salir de la barca, ve a la multitud que lo busca y se compadece de ellos (Mc 6,34).
Este modo de vivir, que está en la realidad sin escapar a su complejidad, que no evita el dolor de los hermanos, sino que lo asume y se hace cargo de él, es el que da descanso a la vida.
El verdadero descanso está estrechamente ligado a la compasión y al amor, y no a la ausencia de trabajo y esfuerzo.
Vivir la vida tratando de salvarse, al final vacía la existencia, y consigue el efecto contrario al deseado: nos deja tristes y cansados.
Por el contrario, amar a los demás sin límites no es algo que nos quite energía, sino que la multiplica y hace espaciosa la existencia.
+Pierbattista