28 de enero de 2024
IV Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Marcos 1, 21-28
El domingo pasado escuchamos la invitación de Jesús a convertirse (Mc 1,15), a dar los primeros pasos de una vida nueva. Decíamos que esto es posible, para todos, y que ésta es precisamente la buena noticia que Jesús vino a anunciar.
En el Evangelio de hoy (Mc 1, 21-28) esta conversión adquiere un rasgo particular.
En efecto, vemos que, desde el comienzo mismo de su vida pública, Jesús encuentra y choca inmediatamente con una cuestión central para la vida del hombre, a saber, el problema del mal.
El evangelista Marcos deja claro que Jesús tendrá que enfrentarse a este enemigo, y que la lucha será dura.
Nos centramos en algunos elementos de este Evangelio.
Jesús, al entrar en la sinagoga de Cafarnaúm, encuentra a un hombre poseído por un espíritu inmundo, que, al ver a Jesús, sale y comienza a gritar.
El hombre, en primer lugar, está poseído por el espíritu impuro. Es decir, está habitado por un espíritu que lo tiene cautivo, que no lo deja libre para ser él mismo, que lo aleja de la vida.
Entonces entendemos enseguida cuál es la batalla que Jesús debe afrontar: la batalla es la de devolver al hombre al señorío de Dios, devolverlo a ese Reino que se ha acercado, que se ha abierto para traer de vuelta al hombre perdido y alejado. La batalla de Jesús es la de devolvernos la libertad, porque nadie tiene derecho a tenernos prisioneros, a poseer nuestra vida
Lo contrario de poseer, podríamos decir, es el modo en que Jesús ama, que en el pasaje de hoy se resume en un término que se repite dos veces, a saber, su autoridad (Mc 1,22.27). El amor de Jesús es un amor autoritario, que hace crecer; no posee, sino que libera, y libera en cada uno su mejor parte, pone en marcha su conversión.
El espíritu impuro, que posee al hombre, grita, habla, y lo que dice nos revela qué lógica, qué pensamiento subyace en la experiencia del mal: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a arruinarnos?" (Mc 1,24).
El espíritu impuro dice todo lo correcto, porque es verdad que Jesús vino precisamente para arruinar el imperio del mal, su señorío sobre el hombre. Pero sus palabras dicen también algo más.
Porque ¿qué es el mal sino pensar en Dios como alguien que arruina, que es enemigo del hombre; qué es el mal sino la sospecha de que Dios está contra nosotros?
Toda la historia de la relación del hombre con Dios está habitada por esta sospecha, por este espíritu impuro, que ve el mal donde no lo hay, que no confía en el bien que hay en Dios.
La liberación de esta sospecha no es indolora: esto queda muy claro en el pasaje de hoy, del mismo modo que cada uno de nosotros sabe bien que el nacimiento en nosotros de algo nuevo siempre tiene, de algún modo, un precio que pagar, algo que dejar atrás. Algo debe morir para que nazca lo nuevo.
Jesús se dirige al espíritu inmundo hablándole con severidad, literalmente "reprendiéndolo", término que el evangelista Marcos utiliza otras veces para hablar de una palabra que pone las cosas en orden (cf. Mc 8,33), que devuelve las cosas a su lugar.
Por un lado, pues, está el espíritu impuro que grita fuerte, que crea caos y confusión. Pero por otro lado está Jesús que reprende, que pone orden, que devuelve la vida.
Lo hace con dos imperativos: calla y sal (Mc 1,25).
En primer lugar, Jesús quiere silenciar todo lo que en nosotros dice algo distinto de lo que Él quiere decirnos, todo lo que nos impide escucharle. El primer paso para un camino de liberación es reabrir el canal de la escucha, es liberarlo de todas esas interferencias que confunden la voz del Señor y su Palabra.
Entonces el espíritu impuro debe salir. No puede permanecer dentro del hombre, porque el hombre no será libre hasta que esté fuera de él.
El espíritu sale del hombre desgarrándolo: hay un dolor en esta liberación, que es como el dolor del parto; si no se pasa por él, no se crece hacia la libertad.
Esto es, pues, la conversión: esencialmente dejarse liberar por Aquel que viene a habitar entre nosotros, dentro de nosotros.
+Pierbattista