Vigilia Pascual
Jerusalén, Santo Sepulcro, 19 de abril de 2025
Gn 1,1 - 2,2; Gn 22,1-18; Ex 14,15 - 15,1; Is 54,5-14; Is 55,1-11; Bar 3,9-15.32 - 4,4; Ez 36,16-17a.18-28; Rom 6,3-11; Lc 24,1-12
Queridos hermanos y hermanas,
¡Que el Señor os dé la paz!
Hoy también nosotros hacemos como las mujeres que van de madrugada a ungir el cuerpo de Jesús. Ven que han quitado la piedra del sepulcro y que, dentro, el sepulcro está vacío y se preguntan por el significado de lo que ha sucedido (Lc 24,4). Nosotros también nos preguntamos por el significado de lo sucedido.
Nos preguntamos que sentido tiene lo que ha ocurrido aquí mismo, hace dos mil años: qué significado tiene para nosotros la resurrección de Jesús, qué aporta de nuevo a nuestra existencia, especialmente en este tiempo en el que todo parece hablar de lo contrario, de muerte y oscuridad.
Las lecturas de esta Vigilia vienen en nuestra ayuda y nos iluminan: debemos buscarlas en las páginas de la Escritura, como los ángeles invitan a hacer a las mujeres («Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea» - Lc 24,6). Las invitan a recordar las palabras de Jesús, a hacer memoria de la Palabra. Y eso es precisamente lo que esta Vigilia nos invita a hacer, nos invita a hacer memoria de la Palabra, de la larga historia de salvación que nos conduce hasta esta noche.
Hemos escuchado la historia de una larga promesa de vida. La promesa de un Dios que crea el mundo con el propósito específico de hacer una alianza con el hombre. Hemos partido de la creación, y luego hemos recorrido toda la historia que la humanidad fue llamada a hacer, a aceptar el don de la alianza con Dios y a hacerse responsable del don recibido.
Es una historia hecha de elecciones y caídas, que siempre vuelve a empezar y que tiene esta característica: cuando parece terminada, concluida, sin salida por la dureza de corazón del hombre, vuelve a empezar. Dios interviene y da algo nuevo: da la vida, da la libertad, da la Ley, restablece cada vez una relación comprometida. Nos pone de nuevo en camino, devuelve la fuerza y la esperanza, devuelve al pueblo la certeza de que Él camina con nosotros, en medio de nosotros (cf. Ex 13,21).
Esta historia comienza, como hemos dicho, con el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, creado para resplandecer con su propia gloria. Concebido como una criatura con la más alta dignidad y con libertad infinita. «Lo hiciste poco inferior a los ángeles, | lo coronaste de gloria y dignidad» (Sal 8,6). Sin embargo, esto no fue suficiente. El hombre, en lugar de brillar con la gloria que Dios le ha dado, en lugar de permanecer en la obediencia filial a Dios, fuente de la verdadera libertad, ha elegido seguir las ilusiones del Devorador, y ha conocido la muerte, la ausencia de Dios. En lugar de Dios, se ha elegido a sí mismo y se ha cerrado en pequeños horizontes. Con el pecado, con el rechazo del hombre a vivir como hijo, se perdió a sí mismo.
Las lecturas de la Vigilia nos llevan a este umbral, a este momento dramático: hemos perdido nuestra semejanza con Dios, pero sólo Él puede darnos un corazón nuevo, capaz de vivir según el proyecto de vida buena que ha sido puesto en nuestras manos. Así, la última lectura del Antiguo Testamento, la del profeta Ezequiel (Ez 36,26-28), narra la decisión de Dios de transformar profundamente al hombre, de sanar su corazón, de realizar una cosa nueva que el hombre solo nunca podrá hacer. Para restaurar al hombre su semejanza con Él, Dios debe darle un corazón nuevo: no basta la purificación exterior, no basta perdonar el pecado, porque si el corazón no cambia, el hombre volverá a alejarse y perderá una y otra vez su semejanza con el Padre.
Jesús, el Verbo, con quien Dios creó el mundo y al hombre, es el médico de las almas, Aquel que puede reconstruir esa imagen inicial que el hombre ha empañado. El que puede darnos un corazón nuevo.
Y, sin embargo, incluso la muerte de Jesús puede hacernos pensar inicialmente que, en un determinado momento de la historia, esta promesa de reconstruir nuestra imagen a semejanza de Dios sufrió un revés definitivo: Jesús, en cumplimiento de la promesa, el Amén del Padre, fue asesinado y depositado en un sepulcro. Sucedió que Jesús, el que había venido a revelar de nuevo a los hombres el amor gratuito del Padre, el que había venido a beneficiar y sanar a todos (cf. Hch 10,38), se encontró con la incomprensión y el rechazo de los suyos. Fue traicionado, negado, vendido, entregado, escarnecido, burlado, torturado, crucificado, asesinado. Humanamente, su vida terminó en el peor de los fracasos.
Nosotros, en cambio, creemos que en la mañana de Pascua finalmente sucedió una gran novedad. Las mujeres van al sepulcro y buscan a Jesús en el reino de la muerte, en el lugar de la desemejanza, del alejamiento de Dios. Pero ese lugar de muerte está desierto. En el lugar del cuerpo de Jesús hay dos hombres vestidos de luz, que anuncian que Jesús está vivo (Lc 24,5), anuncian que ha nacido el hombre nuevo.
Jesús es Aquel que se entregó, que se dejó dar muerte, que no se defendió, que no cedió ni un momento a la lógica de la violencia. Y lo hizo no por debilidad, sino por confianza. Confió su vida al Padre y creyó hasta el final que el Padre la protegería. En este Hijo, que permaneció anclado en la promesa hasta el final, que amó hasta el final, el Padre reconoció los rasgos de su propio rostro, un hombre nuevamente a su imagen y semejanza.
Este es el anuncio que siento que debo repetir, ante todo a mí mismo y después a todos los presentes y a nuestra Iglesia.
Todo aquí hoy parece hablar de muerte y de fracaso, como ocurrió con Jesús. Tal vez también nosotros estamos ahora como las mujeres del Evangelio, llenos de miedos y con la mirada baja hacia el suelo (Lc 24,5), y por eso incapaces de mirar más allá, encerrados en tanto dolor y tanta violencia. Nos perdemos en tantos análisis, valoraciones, proyecciones de la dramática situación que vivimos. Y seguimos basando nuestra esperanza en las opciones de la política, de la sociedad e incluso de la vida religiosa, que cada vez confirman su vacuidad. Nos encerramos, en definitiva, en los pequeños horizontes de siempre, incapaces de generar vida, de crear belleza, porque el miedo nunca puede generar vida, no tiene luz y no puede crear nada bello. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? ¡No está aquí!» - Lc 24, 5). Mientras permanezcamos encerrados en nuestros miedos, seremos como las mujeres del Evangelio, que buscan a Jesús donde no está, en nuestros sepulcros.
Pidamos, pues, a Jesús que vuelva a entrar en nuestros sepulcros y nos saque a la luz, y nos devuelva la vida de la que tenemos sed, nos dé un corazón nuevo capaz de confiar y de donación.
Recordemos lo que el Señor ha hecho por nosotros, y levantemos nuestra mirada a lo que sigue haciendo a través de los muchos resucitados de este tiempo, aquellos que que incluso en este tiempo oscuro siguen siendo capaces de dar y confiar, de brillar con luz, y así restaurar en el hombre, día tras día, la imagen de Dios. Pidamos que nuestros corazones vuelvan a vibrar nuevamente con vida, confianza, entrega y amor.
Éste es el significado de la resurrección de Jesús para nosotros, y éste es el sentido de la Pascua, en todos los tiempos, hasta hoy, y esto es lo que hoy celebramos: la fidelidad del amor de Dios, un amor que vence incluso a la muerte, y que nos devuelve la dignidad de hijos de Dios, libres y amados para siempre.
¡Felices Pascuas!
*Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino